El cielo es pastel
El autor evoca a una artista que hoy se reúne con Jorge Ibargüengoitia en el andén de un viaje a la eternidad
Joy Laville nació en 1923 en Isla de Wight, Inglaterra; vivió durante un tiempo en Canadá y llegó a México en los años 60, con su hijo de cinco años, para convertirse en pintora. Trabajaba en una librería de San Miguel de Allende, donde tomaba clases de caballete y acuarela, cuando se enamoró de Jorge Ibargüengoitia. Ayer se fue de este mundo a un lienzo de colores pastel donde ella misma dibujó la silueta en singular de un abrazo en pareja.
Hoy, cuando ambos se reúnen en el andén de un viaje a la eternidad, nos queda el ejemplo de una pareja feliz que se complementaba hasta en los silencios. Ella pintaba, Él escribía, y hoy sus cuadros son portadas de sus libros entrañables. Vivieron una vida plena y feliz, en Coyoacán, España, Grecia y París… aunque seguían soñando con Coyoacán por las noches, deambulaban por París todos los días. Ambos llevaban un sol adentro.
En 1983 Jorge se adelantó en un vuelo que pasaría por Madrid rumbo a Bogotá y que no llegó. Joy le lloró un año entero, caminando París y sin pintar una raya; luego recayó en la idea de que su verdadera querencia estaba en México, y desde entonces se quedó entre nosotros pintando paisajes y retratos que no son más que espejos de una mujer que mira al horizonte, al filo de una ventana siempre abierta, sin una sonrisa aparente, o bien el perfil de un hombre solitario al filo de un balcón, con el cielo como telón, o los floreros con pétalos labiales, hierbas verdes como bosques tibios donde juegan las musas, o el sillón flotante donde se recuesta una dama mirando al vacío.
Durante muchos martes se me concedió enamorarme de Joy, dama de 90 años que me llenó de vida con cada anécdota luminosa y cada trazo que daba a los cuadros que inventaba o corregía delante de mí, bajándolos de las paredes para transformarlos en escenas renovadas. Mujeres que miraban al vacío, flores que se abrían como labios, un hombre solitario que recorre una larga franja de arena en un paisaje tan cercano al mar que parece telón de sueños, o el cielo que hoy se vuelve de colores pastel. Con elegantísima discreción y ejemplar humildad, Joy pintaba al margen del mundillo de los chismes o enredadas cuadrículas del mercado; pintaba a placer y en un cuarto iluminado por el sol sin dejar de ser la mujer que había pintado un gato en habitación azul para despertarle los primeros párrafos a Jorge cuando apenas empezaban a caminar juntos.
A lo lejos escucho su voz, que sonreía con sílabas medidas; en el fondo parecen moverse sus esculturas, que ella colocaba mirando a las paredes por los rincones de su casa. Dormía bajo un dosel y con un mueble poblado de relojes de diversos tamaños y horarios, todos sincronizados con el ánimo feliz de una vida plena que pintó sueños y que regalaba su nombre a quien la conoció: júbilo en la sonrisa y en la manera sencilla con la que no daba importancia a los hermosos cuadros que pintaba, pinturas que te hacen moverte delante de la tela como si tuvieran música leve, tenues paisajes del alma congelados en la mirada brillante de una mujer luminosa que hoy se rencuentra con Jorge en el andén de un viaje invisible para quien intenta despedirla entre un mar de lágrimas.