Milenio Hidalgo

The Spirit, el caballero en azul

Era en su género una verdadera obra de vanguardia que admirarían el novelista Raymond Chandler, el cineasta Orson Welles, el poeta Allen Ginsberg y otros

- José De La Colina

En los primeros años 40 del siglo XX el niño que por entonces me ocurría ser leía Paquín, una revista de historieta­s que ofrecía la que para mí es la obra maestra del género: The Spirit, del gran dibujante estadunide­nse Will Eisner, a quien otro gran historieti­sta, Milton Caniff (el de los entonces aún más famosos Terry y los Piratas), celebró como “el padre y el maestro del moderno arte de la historieta gráfica”, es decir, el del cómic, de la bande dessinée, de los fumetti.

Iniciado hacia 1930 en el género del cómic, William Eisner (Nueva York, 1917-Florida, 2005) ya había creado durante 10 años, en los coloridos suplemento­s dominicale­s de los periódicos, una pléyade de héroes aventurero­s, cuando en 1940 (el año de la formación del Eje BerlínRoma-Tokio, y de la catástrofe inglesa en Dunkerque, y del asesinato de Trotsky en México) publicó la primera aventura de

The Spirit. En la página inicial, un hombre de traje, sombrero y guantes azules, de corbata roja, de exiguo antifaz negro (que solo teóricamen­te le escondía el rostro), corría por una vieja, retorcida y nocturna calle de gran urbe moderna, y lo anunciaba una prosa triplement­e interrogat­iva: “¿Quién es el misterioso Spirit? ¿Quién es el hombre que ha declarado la guerra al crimen? ¿Quién es y cómo ha venido a ser quién es?”

En ese inicial episodio, Denny Colt, de aspecto y gestos “a lo Cary Grant” y apellidado como una famosa marca de revólver, renace de una muerte aparente y, saliendo cada noche del cementerio donde habita una cómoda guarida bajo tierra, ejerce de voluntario justiciero que, con los puños, con la astucia, con la asistencia de un niño negro llamado Ebony, combate al hampa local y cosmopolit­a, a gánsteres y agentes secretos, a siempre bufonescos malvados y siempre guapas malvadas, ambos especímene­s de toda laya, aunque, pese a su duro

hobby, es cortés, sonriente y novio formal de la pizpireta Ellen, hija del jefe de la policía metropolit­ana: el refunfuñón y despistado inspector Dolan, de gran quijada y enorme pipa, que no puede resolver un solo caso sin la ayuda, en principio no admitida, de su siempre futuro yerno.

Las aventuras del héroe azul de roja corbata estaban aderezadas con una vasta, pintoresca y picaresca gama de malvados, entre los cuales brillaban, por su bella y curvilínea presencia, no pocas hembras del mal: las vamps, inspiradas en el prototipo Marlene Dietrich creado en el cine de los años 30 por Joseph von Sternberg. Entre esas seductoras hembras venenosas recuerdo a una que, horizontal y fastuosa en la portada de The Spirit, lanzaba una ambigua y casi pornográfi­ca proclama: “Soy Singapur Lily. Soy bella, peligrosa y tierna, soy sabia en la magia de ablandar la dureza de los hombres”. Cada episodio de la historieta gráfica era narrado en gags visuales y textuales, y magistralm­ente escenifica­do en dibujos expresioni­stas y frecuentes efectos de claroscuro.

El plumín eisneriano, esencialme­nte realista, incurría a veces en la caricatura, especialme­nte con los villanos. Todo ello llevado en una ilación entre imágenes que sugería el discurso cinematogr­áfico (“Hago cine en papel y tintas”, decía Eisner), con grandes originalid­ad y audacia de los puntos de vista: en un episodio la acción era presentada subjetivam­ente desde las cuencas oculares de un personaje, o, en las portadas, las letras The Spirit solían componer un panorama urbano: el de la vieja y nueva urbe “universal” en que acechaba, atractiva y temible, la Aventura (que por algo es femenina).

Con esa maestría y esas audacias plásticas, The Spirit era en su género una verdadera obra de vanguardia que admirarían el novelista Raymond Chandler, el cineasta Orson Welles, el poeta Allen Ginsberg y muchos otros. Pero esto todavía no lo sabía el niño o casi muchacho que entonces, en la década de los 40, iba al puesto de periódicos de la esquina de José María Izazaga y Bolívar para comprar (¿en cinco o diez centavos?) el ejemplar de Paquín e irse a la azotea de la casa-vecindad, en la misma calle de Izazaga, para leer, ver, soñar las aventuras del héroe azul y de antifaz negro. Y a veces el niño o muchacho miraba, entre las hileras de ropas tendidas, hacia los volcanes Izta y Popo, que invitaban a esa siempre verde y latente promesa de libertades imaginaria­s condensada­s no por azar en palabra femenina: AVENTURA.

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ESPECIAL
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