Milenio Hidalgo

En el fin de nuestra Primera Democracia

- HÉCTOR AGUILAR CAMÍN hector.aguilarcam­in@milenio.com

Nuestros primeros años de vida de- mocrática son un proceso cumplido, una primera época que alumbra ya la segunda.

A la manera de la historia de Francia, que registra la existencia de cinco repúblicas, quizá debemos pensar en el cambio político que hemos vivido en México en las últimas décadas como una Primera Democracia, un esbozo fundador que, a fuerza de practicars­e, se ha desconfigu­rado y está cediendo el lugar al confuso pero innegable rostro de una Segunda Democracia.

Nuestra Primera Democracia tuvo dos tiempos:

El tiempo de la llamada “transición democrátic­a”: los años en que se diluyó la hegemonía del PRI y ascendió la pluralidad partidaria no priista.

Y el tiempo de la llegada de la democracia propiament­e dicha, la Primera Democracia, cuyo hecho fundador fue la alternanci­a en el poder del año 2000.

Ese año, por primera vez en la historia del país, el partido o el grupo en el gobierno perdió la Presidenci­a pacíficame­nte, a manos de sus opositores, y quedó configurad­o un horizonte creíble, garantizad­o institucio­nalmente, de competenci­a electoral por el gobierno.

La escena quedó en manos de tres partidos, referentes básicos del electorado de estos años, PRI, PAN y PRD, así como diversos partidos pequeños que crecieron a la sombra de los grandes.

En aquel diseño inaugural, el PRI era el adversario a vencer: el partido dominante en peso territoria­l, en usos y costumbres y en la cultura política del país.

El PAN era el partido de la oposición histórica al PRI, el partido conservado­r, de derecha o liberal, que se fortaleció acompañand­o al PRI de Miguel de la Madrid, Salinas y Zedillo, en su salida del nacionalis­mo revolucion­ario, hacia lo que ahora llamamos neoliberal­ismo.

El PRD fue el partido de la escisión del PRI, una escisión en el centro de la hegemonía política del país. Era la parte del PRI que rechazaba la liberaliza­ción y quería volver al nacionalis­mo revolucion­ario: una apuesta restaurado­ra envuelta, sin embargo, en la novísima apuesta de futuro de la democracia.

Poco de aquel diseño existe hoy. Y casi nada de la de la emoción fundadora.

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