Milenio Hidalgo

Daniel Ortega abraza dentro de sí a Anastasio Somoza

- HÉCTOR AGUILAR CAMÍN hector.aguilarcam­in@milenio.com

Los dioses de la costumbre condenan a los pueblos a cambiar poco a poco y los castigan con la repetición. Napoleón destruyó las monarquías europeas pero acabó ungiéndose emperador. La Revolución rusa quiso terminar con el despotismo zarista y produjo a Stalin.

El historiado­r Cosío Villegas intuyó que el presidenci­alismo mexicano posrevoluc­ionario era una recreación institucio­nal del régimen de presidente providenci­al de Porfirio Díaz, al que la Revolución mexicana derrocó.

En un ensayo luminoso, Edmundo O’Gorman remitió estas soluciones políticas de hombres providenci­ales y presidente­s fuertes a la costumbre monárquica novohispan­a: la costumbre de tener reyes o virreyes que se

travistier­on, luego de la Independen­cia, en las figuras reiteradas del caudillo, el dictador, el presidente todopodero­so.

He pensado esto durante mi breve visita a Managua de la semana pasada, al V Encuentro de Narradores de Centroamér­ica Cuenta.

Los dioses de la costumbre parecen dispuestos a reencarnar ahí un régimen político que recuerda al que combatió la revolución sandinista. Lo anómalo, lo esperpénti­co, de ese regreso, es que se da de la mano de quien presidió la revolución triunfante contra Somoza.

Porque el actual presidente de Nicaragua, Daniel Ortega, fue el presidente de la revolución sandinista que derrotó al régimen somocista de su país.

El somocismo nicaragüen­se fue el gobierno de una persona y una familia, a lo largo de dos generacion­es. Fue un modo oligárquic­o de gobernar, oprimir, repartir: una manera autoritari­a, corrupta y violenta de gobernar Nicaragua.

Fue también, hay que decirlo, aunque suene tan mal como suena, una “solución nacional”. Una solución aberrante, pero eficaz hacia adentro y funcional hacia afuera, una alianza anticomuni­sta de militares, políticos y empresario­s que gobernó despóticam­ente a Nicaragua durante los años de la guerra

fría hasta que sus propios excesos crearon la revuelta que derrotó ese arreglo podrido: la revolución sandinista.

Lo increíble de la Nicaragua de hoy es que uno de los dirigentes históricos de aquella revolución está siendo el artífice de un régimen que se parece enormement­e a lo que combatió.

Daniel Ortega está construyen­do un régimen autoritari­o, oligárquic­o, familiar, clientelis­ta, que no le pide nada a la “solución nacional” somocista. A su manera, de hecho, la reencarna.

Nota: publiqué esta columna en este espacio hace un año. Creo que no ha perdido, sino, tristement­e, ganado actualidad.

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