Milenio Hidalgo

EFECTO FINAL

Para acabar con todo lo que nos unía tendría que perder la memoria. Cuando somos jóvenes, el amor es una promesa, después se convierte en recuerdo. La vida destruye a las personas, las aleja hasta convertirl­as en fantasmas

- POR SUSANA IGLESIAS* o ILUSTRACIÓ­N LUIS M. MORALES

Aveces sueño que despiertas conmigo, acaricias mis piernas pidiéndome que regrese a la cama y deje el libro de Kleist que siempre leo al despertar. Siempre pensé que las discotecas pop eran la basura más grande del mundo, eso fue antes de conocerlo, ¿cómo pudimos encontrarn­os en un sitio así? Dando la vuelta reglamenta­ria a los 16. Sí, daba la vuelta cuando el antro estaba a tope, así escogía al chico que esa noche bailaría conmigo, no di muchas vueltas, fue instantáne­o, él estaba en la barra, recargado con dos amigos mirando a las chicas. Mi amiga sostenía un martini cosmopolit­an.

—Me gusta el de cabello largo negro.

—Me gusta el rubio platinado con picos punk.

Pantalones de cuero negro, camisa blanca sin mangas, chamarra negra con aplicacion­es, ojos delineados en negro, sonrió, nos miramos. Para disimular aquellas insistente­s miradas, subimos al segundo piso, desde el barandal decidimos mirarlos una vez más, al poco rato subió. Cuando me di cuenta, estábamos hablando. El chico de cabello negro desapareci­ó con mi amiga entre aquellas cortinas de terciopelo de la zona reservada. Se quedó solo uno de los tres amigos, un aburrido baby face. Cuando el chico punk se fue por un trago, intentó besarme. Fue algo raro, decidir besar a los dos o al rubio platinado que me gustaba más. Decidí esperar a que llegara el rubio. Cuando llegó lo llevé a la pista, de la nada New order sonaba con su

Blue Monday, bailamos. Sudando, nuestros cuerpos se buscaron, un beso: inicio de todas las desgracias, suicidio placentero. Una tarjeta de papel con un número y dirección nos unió, fui a buscarlo al lugar donde me dijo que trabajaba, en ese entonces era garrotero del lugar.

No existía el día para nosotros, muchas veces escapó del trabajo para meternos ácidos en conciertos, para buscar la muerte en bares y calles por la madrugada. Me enseñó sus secretos de barra, me enseñó a vivir, yo estaba muerta en la Biblioteca México aprendiend­o ruso de forma autodidact­a. Éramos dos rotos caminando bajo las luces neón de la Zona Rosa, la calle de Hamburgo era para nosotros a las cuatro de la mañana, el mar neón nos llevaba a hacer lo que se nos

pegara la gana. En ese entonces, él tenía más de 25 tatuajes y decía “el tiempo no es nada, solo la

muerte que nos acecha”. Un día faltó el barman, su jefe lo puso a cubrir barra. Cada noche conocía varias chicas, vi a tantas desfilar delante de mí. No teníamos un contrato, todo era legal, muchos nombres. Muchos colores de cabello, estilos de vestir, vi pasar tantas por la barra y detrás de la barra, no decidí alejarme, sucedió, una noche la realidad te rompe la cara, te escupe con su cinismo galante. En venganza regresé a la Biblioteca México. Comenzó a buscarme desesperad­amente, no contesté sus llamadas, desaparecí de aquellas calles en Zona Rosa. Me escondía en bares snobs, lejanos a su bar, mi cabeza estaba lejos ya, muy lejos, mi cabeza estaba en otro lado, la noche que me despedí de él, estaba tras la barra sirviendo un tónic, fue un momento raro. —Vine a despedirme. —¿Adónde vas? —Lejos de ti. Lo besé. Miré su cara, su sonrisa, él estaba poniendo el twist de limón en el vaso. Mucho tiempo después, por uno de los barmans de la zona, me enteré que me buscaba. Dos años o cinco, no lo recuerdo, el tiempo no importa. Estaba pateando mi soledad en la calle de Hamburgo, recordándo­me, todos nos convertimo­s en un recuerdo de nosotros mismos. Uno de sus ex amigos pasaba por ahí me dijo dónde estaba trabajando. Esa noche fui a buscarlo, afilé las uñas, lo quería de vuelta, claro ¿quién no querría de vuelta a un imposible? Al llegar a la barra vi a una persona distinta, con el rostro endurecido, llevaba el cabello morado cortado en picos, camisa de manga corta exhibiendo un tatuaje nuevo, todo iba bien hasta que llegó la hostess de un putero que ya no existe: el Isis. Ella esperó a que yo iniciara algo, no lo hice. Bebía mi ginebra lentamente, mirando fijamente las botellas de la barra.

—¿Qué haces aquí, puta?

Jamás me parecieron tan bellas las botellas. Con ese resplandor solitario del alcohol. Miraba las manos de él colocando popotes a los vasos.

—Te estoy hablando, ¿no me oíste?, creí que me había desecho de ti, ¡contéstame perra!

—¿Es a mí?, pensé que hablabas contigo misma.

No me dio tiempo de entablar una conversaci­ón amistosa, me abofeteó, dicen por ahí que el primer golpe es el mejor, el definitivo, esa noche aprendí que no, volvió a abofetearm­e una y otra vez hasta tirarme, estaba en el piso, su zapato de tacón se clavaba en mi garganta, era un tacón fino del número 10, piel, cabra quizá, olía bien para ser el zapato de una sucia golfa. No lo pensé mucho, tomé su tobillo girándolo hasta escucharla gritar, la tiré, no sé de dónde vino mi inspiració­n. Por primera vez, “golpear” era mi verbo favorito, estaba encima de ella, golpeando su cara, cuando olí la sangre que salía de su nariz lejos de detenerme, aceleraba más. Tuvieron que quitármela los de seguridad, la sacaron del lugar. Él solo miraba detrás de la barra fumando, cuando me levanté lo primero que hice fue pedir una ginebra doble en las rocas, pensé que me entregaría­n a la policía.

—No sabía que pudieras golpear de esa forma. —Ni yo. —No fue un golpe de suerte, lo llamo: efecto final. —¿Qué es eso? —Ya lo entendrás algún día. Efecto final es cuando todo está perdido, estás en el suelo, cegado por tu propia ira, algunas luces amarillas y rojas cruzan tus recuerdos, tu rostro está borrado por el desamor, la sangre bombea rápidament­e, sabes que no vendrá nadie

a salvarte, sabes que un golpe más te dejará noqueado; entonces un impulso te asalta, un pequeño movimiento, pequeño y tan fuerte que te hace levantarte. Nadie puede defenderte de algo externo a ti: el amor. Recuerdo que sonreí mientras ponía ginebra en aquellos rasguños, él también sonrió. En su rostro pude ver dolor, ese que no había acabado con su inocencia. Pocas veces le vi usar los puños, su mejor arma era la lengua. Esa mañana salimos del bar bastante borrachos, tambaleánd­onos. Caminamos por la colonia Roma, eran sus calles, el vivía en Medellín, ahí se bifurcaban los caminos. Cuando cruzamos nos paramos frente a una casa de dos pisos, la casa de su infancia, no dije nada, simplement­e lo dejé mirarla y ya. Aquellas lágrimas estaban llenas de algo que a pesar del tiempo no había perdido, algo que no estaba muerto. A esa hora un café estaba abierto, eran casi las 8 de la mañana, “dos capuchinos grandes por 19 pesos” decía el anuncio. Insurgente­s lucía desvelado a dos calles de ahí. Encendimos en mi reproducto­r de música una vieja canción de New

Order. Aquellos tristes ojos miel tan ausentes. No hablábamos mucho, siempre era así, las miradas nos conectaban más allá de las palabras. Yo sabía que estaba triste, que esas calles le sonreían siniestras, llenas de recuerdos raros. Después de terminar el café abordamos el Metro. —Me debes algo. —¿Qué? —Tu ausencia. No dije nada, ¿para qué?, la ausencia es una llaga. Nadie puede defenderno­s del amor. Muchas veces al verlo borracho pude observar mi reflejo. Para acabar con todo lo que nos unía tendría que perder la memoria. Cuando somos jóvenes, el amor es una promesa, después se convierte en recuerdo. No permitas que te olvide. La vida destruye a las personas, las aleja hasta convertirl­as en fantasmas. Avanzo sobre Hamburgo, un piano que llora en el bar de un segundo piso me recuerda que las discotecas pop ya no existen.

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* Escritora. Autora de la novela Señorita Vodka (Tusquets)
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