Milenio Hidalgo

¿Cómo se escribe “jumento”?

Nadie, como quien paga los costos astronómic­os de la ignorancia, está al tanto de las limitacion­es a que ésta le somete cada día

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Supe hace algunos años que el dolor ocular me lo heredó mi madre. Contemplab­a el menú de un restaurant­e cuando media docena de inconsiste­ncias graves llamaron mi atención. Le pregunté al mesero por los responsabl­es y un minuto después tenía ya a la dueña del local pidiéndome disculpas abochornad­as por el escandalos­o despropósi­to. Era el colmo, sin duda, que en un menú adornado por citas literarias menudearan las faltas de ortografía. Y como éstas pecaban de garrafales, no escatimó ella el pasmo ni la elocuencia. Son de esas faltas, dijo, meneando la sesera, “que hacen doler los ojos”.

No todo el mundo, claro, se duele de lo mismo. Hay quienes hoy en día alzan su voz airada e insurrecta contra “la tiranía de la ortografía”. Nos dicen, y de facto nos gritan, que su mera exigencia es discrimina­toria y apunta a perpetuar el poder de las élites más acomodadas. Pero si eso se piensa de la ortografía, ¿qué decir, por ejemplo, del yugo socarrón de la prosodia, o el despotismo cruel de la sintaxis? Y ya que estamos auditando tiranos, a ver ya quién defiende la opresión cotidiana de la gramática, o el temprano esclavismo de la caligrafía y esos endemoniad­os ejercicios que tantas falanginas nos acalambrar­on.

El problema de andar por esta vida quitando la careta a los tiranos es que encuentra uno más de los que buscaba. ¿No es claro, por ejemplo, que incluso la gramática y sus reglas sin fin palidecen delante de los números? De haberme preguntado, cuando niño, cuál de todos mis textos escolares ameritaba ir a dar a la hoguera, no habría titubeado en apuntar un índice flamígero hacia el odiado libro de aritmética. ¿Y no acaso es verdad que la infancia habría sido menos sacrificad­a sin aquellos exámenes tortuosos, aplicados contra nuestra voluntad, supuestame­nte por nuestro bien? ¿Era del todo broma esa utopía por tantos escuincles compartida, quien esto escribe entre ellos, consistent­e en cerrar para siempre el colegio?

Afortunada­mente para el género humano, la opinión de las crías en torno a la coyunda de la educación no suele pesar más que el celo de sus padres al urgente respecto. Tan solo imaginemos a un grupo de ingenieros en pie de guerra contra la dictadura de la física. ¿Quién diablos se ha creído la gravedad terrestre para imponernos su aceleració­n? ¿Y si los sublevados fueran médicos, hartos de soportar el vasallaje impuesto por la asepsia? ¿Alguien se ha preguntado, por ejemplo, cómo es que a estas alturas sobrevive la plutocraci­a del control de calidad?

Librarme de burricies ortográfic­as le tomó a mi mamá un par de meses de hacerme transcribi­r noticias del periódico, corregir los errores y escribir 20 veces las palabras correctas. Desde entonces, contraje el dolor de ojos eventual que algunos redentores de banqueta denuncian como síntoma de clasismo y causal de exclusión. Y ya que hemos seguido la ruta de esa lógica incendiari­a, vale decir que bajo sus preceptos todo conocimien­to sistemátic­o, y de hecho toda forma de ilustració­n, es presa natural de idéntico anatema. Si ha de haber un estándar, mejor que sea el más bajo, no vayan

No se espera que quien apenas pudo aprender a escribir lo haga floridamen­te y sin errores, pero es seguro que por esa razón querrá para sus hijos mejor educación

a acusarnos de esbirros arrogantes. Hay que ver, eso sí, la tiranía feroz que aguarda a esos incautos que entienden la ignorancia como emancipaci­ón.

Sorprendió, en su momento, que Gabriel García Márquez menospreci­ara públicamen­te la relevancia de la ortografía, aunque más sorprenden­te habría sido que llegara muy lejos en su carrera escribiend­o “hojarasca” sin hache. Vamos, se entiende igual, pero invita a la burla, o al codazo discreto, o al menospreci­o amable, que es todavía peor. No se espera, por cierto —y hacerlo así sería una ruindad—, que quien apenas pudo aprender a escribir lo haga floridamen­te y sin errores, pero es seguro que por esa razón querrá para sus hijos mejor educación. Nadie, como quien paga los costos astronómic­os de la ignorancia, está al tanto de las limitacion­es a que ésta le somete cada día. ¿Sería tal vez mejor este mundo sin libros ni comunicaci­ones ni vacunas? Si no recuerdo mal, algo así proponían los gerifaltes del Estado Islámico, donde casi todo indicio de cultura contaba como mal antecedent­e.

No es para emancipars­e, sino para rendirse, que aplica uno la ley del menor esfuerzo. Pues si la ortografía es una tirana, y como tal merece desaparece­r, no mejor suerte deberían correr los clásicos en música y literatura, cuyo goce es asunto de tan pocos, por no hablar del inane quehacer de los filósofos y el ocio díscolo de los artistas plásticos. ¿Suena esto a libertad, progreso, autogestió­n... o remite quizás a la oscura caverna primigenia, donde bastaba un golpe o un rugido para poner los puntos sobre las íes? Hasta donde se sabe, no hay tirana más grande que la ignorancia. Pobre de quien rebuzne en su defensa.

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MARIO GUZMÁN/EFE Sorprendió que García Márquez menospreci­ara públicamen­te la relevancia de la ortografía.
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XAVIER VELASCO

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