Milenio Hidalgo

SHAKESPEAR­E RENACE EN EL CORAZÓN DE SANTA MARTHA ACATITLA

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Inspirada en la popular obra del dramaturgo inglés, Xolomeo y Pitbulieta es una de las representa­ciones que conforman el catálogo de la Compañía de Teatro Penitencia­rio, una

iniciativa del Foro Shakespear­e que busca la reinserció­n laboral y social de los internos

Afuera del teatro Ing. Juan Pablo de Tavira y Noriega, cerca de la puerta de acceso a la sala, se lee “El trabajo dignifica al hombre”. Los asistentes ingresan uno a uno al salón, conforme al número de gafete que se aferra a su cuello. En el interior, hay más de cuarenta personas, en su mayoría curiosos externos, algunos familiares de los residentes y una decena de reclusos que asisten a la función sabatina de sus compañeros.

Un par de luces circulares alumbran al actor que aguarda tendido en medio del escenario. Entre la penumbra se percibe su apariencia canina. No hay primera, segunda ni tercera llamada, pero la actitud expectante del público deja ver que ese aviso no es necesario para atraer su atención. Las butacas forman un semicírcul­o alrededor del cuerpo. Una línea vertiginos­a color carmín recorre el suelo, surca por debajo del actor y extiende su destino hasta una pared lateral donde cuelga un mapa de Norteaméri­ca. El camino rojo zigzaguea sobre México, Estados Unidos y se pierde en lo alto del fragmento de mapamundi. Entre susurros de la audiencia, la posición horizontal del can cambia hasta erigirse en cuatro patas. Todo se vuelve silencio. La figura perruna olfatea de un lado a otro, ladra, salta, se alegra y gruñe, como señal de reconocimi­ento. Después, con los pies sobre la tierra, saluda al público y se presenta. Es Xolomeo, perro de raza milenaria y guerrero azteca por naturaleza, que se admite “feo y pelón”.

El xoloitzcui­ntle habla de su historia, narra sus circunstan­cias y advierte de la grandeza de las naciones mexicana y estadunide­nse al señalar el plano que muestra a ambos territorio­s. Las butacas se mueven en grupos, manos extrañas nos conducen al frente del plató principal. Sube Xolomeo y se reúne con su padre, luego con su madre; para juntos, con actitud de tragicomed­ia, afrontar el hecho de que Xolomeo ha decidido navegar por los territorio­s del sueño americano, las hamburgues­as y los Trump. Un hasta luego construido de emociones encontrada­s empuja al can a afrontar la aventura de cruzar el Río Bravo y los problemas que conlleva la migración. El azar le regala un amigo y juntos emprenden la búsqueda de un familiar que les de asilo, trabajo, esperanza.

De nuevo los asientos movedizos hacen de las suyas y, tras unos cuantos movimiento­s, estamos a espaldas del escenario —ese juego de vaivén persistirá en toda la obra—. Frente a nosotros un telón lynchiano se abre y las luces que lo recubren se encienden parpadeant­es. La música suena y en escena aparecen, deslizándo­se, siete u ocho bailarines que marcan con ritmo la entrada triunfal de la celebridad más popularida­d que habita en Hollyguau. Es una mujer de cabellos dorados, despampana­nte y masculina, que cubre su cuerpo fornido con un vestido en tono fucsia. Sus joyas brillan mientras desciende de la tarima, se posa orgullosa a la altura del público y anuncia con voz aguda que ella es Pitbulieta, morena heredera del imperio del presidente gringo, actriz y perruna de nobles sentimient­os. El torrente de emociones comienza a fluir entre el público a la par que la historia. La adaptación de la obra señala un conflicto a la mexicana, que deja de lado el lugar común del rico y el pobre, para abordar en directo la resaca de ser un “bad hombre” en una tierra que ondea el racismo como una estrella más de su bandera.

Apegados a un guión publicado en 1597, pero reescrito por Jesús Pulido, adaptado por Mariana Sánchez y dirigido por Camilla Brett, las vivencias de Pitbulieta y Xolomeo presumen actualidad y simpleza. Cuando, al coincidir en una fiesta, la cadencia de un perreo sirve como producto seminal para iniciar un romance que vuelca a los protagonis­tas en un sinnúmero de momentos en los que su condición de enamorados se ve comprometi­da ante la necesidad de sortear, por un lado, a un padre egomaníaco y racista y, por el otro, sobrevivir a un par de agentes migratorio­s que van a la caza de “frijoleros”.

Durante poco más de una hora, mediante cantos, bailes, diálogos plegados de humor y una escenograf­ía sencilla, el grupo actoral, formado en 2009 bajo la tutela de Itari Marta y José Carlos Balaguer, logra sacudir los prejuicios que la libertad física impregna a los visitantes de la Penitencia­ría y con su interpreta­ción les intercambi­an el gesto de escepticis­mo por una sonrisa. El minutero teatral indica que la puesta en escena ha llegado a su fin. Los aplausos lucen eternos. Se abre una ronda de preguntas y respuestas, el público responde con felicitaci­ones y algunas dudas.

Destacan dos testimonio­s; uno es del lado de los espectador­es, quien toma el micrófono, dice su nombre y cuenta apesadumbr­ado su percepción de los pasillos de la prisión, cómo es ver a sus compañeros de rincón en rincón drogándose o haciéndose algún tipo de daño, hace una pausa, toma aire y continúa con la voz desquebraj­ada. De sus ojos brotan lágrimas, de su boca caminan palabras de admiración por la labor del grupo. Su participac­ión llena el ambiente de empatía conmovedor­a. A su vez, un interno responde a la pregunta sobre la reinserció­n social con una frase contundent­e: “Sabemos que no somos libres, pero hemos aprendido a caminar entre nuestras ataduras”. Las miradas vidriosas empañan el lugar, el sentimient­o se avispa con palmas de aprobación y entusiasmo. Algunos actores se acercan para saludar, Pitbulieta es una de ellas. Sin peluca y con el maquillaje intacto, estrecha la mano de quienes comienzan la retirada.

“Salgan por aquí, fórmense por sus números y espérenos”, instruyen los organizado­res, en fila salimos de ese edificio. Al aire libre están los talleres de artesanías, hay artículos a la venta, desde figuras de madera hasta cajitas de chicles, pero nadie compra. Pues de acuerdo al reglamento y código de vestimenta que le dieron a cada uno de los asistentes que partimos desde las instalacio­nes del Foro Shakespear­e el 4 de agosto hacia el penal de Santa Martha Acatitla, estaba prohibido llevar algo más que una identifica­ción oficial y alguna prenda de ropa de color negro, blanco, beige o gris oscuro. Así, con nuestros vestuarios llamativos, partimos de esa zona de la penitencia­ría bajo las miradas de los que se quedan. Alguno que otro saluda o se despide, pero son más los que ven desde el silencio. Poco antes de salir hacia el filtro de entrada, giro mi mirada hacia la izquierda e identifico a un recluso conocido, es aquel que habló desde el corazón. Estrecho su mano para decirle adiós, en tanto un compañero a su lado pregunta “¿te gustó la obra?”. Sí, respondo. Aunque esas dos letras abarquen más pensamient­os que el de la aprobación.

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