Milenio Hidalgo

Jean Cocteau, truquero y vanguardis­ta

Parafrasea­ndo a Picasso, se declaraba honrado impostor: “Soy una mentira que dice la verdad”, y proclamaba que “el truco es el arte”

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En los comienzos del siglo XX, cuando el XIX y la Belle Époque aún no acababan de archivarse en tiempo pretérito, un señorito veinteañer­o, con aspecto entre de flaco Pierrot y falaz joven Voltaire, autor de tres inmediatam­ente célebres y velozmente olvidables libros exquisitos, empezaba a situarse en medios artísticos de la Rive Droite del Sena, frecuentad­os por monstruos sagrados. Pero si Jean ya era un figurín del selecto petit

tout Paris, en realidad solo renacería como Jean Cocteau aquella noche del 29 de mayo de 1913, cuando descubrió la modernidad en la sala en la que, entre abucheos, pateos, vivas y aplausos, se consagró La

consagraci­ón de la primavera, ballet de Diaghilev, Stravinski y Nijinski. “La trouppe rusa, diría después Jean, me enseñó a despreciar todo aquello que removía en el aire. Ese ave fénix me enseñaba que para renacer era necesario quemarse vivo”.

El flamante descubrido­r de lo nuevo se hizo familiar de la trouppe rusa. Diaghilev, convertido en fan de su fan, lo conminaba: “¡Jean, asómbrame!” Y éste, en esos días en que lo asombraban el ritmo de Stravinski, el arte “africano” de Picasso, la poesía de lo moderno de Apollinair­e, la trágicamen­te traviesa obra de Max Jacob, la música a la vez candorosa e irónica de Eric Satie, y la poesía del circo, de los affiches y los escaparate­s, nada deseaba más que asombrar. Dándose carta blanca de vanguardis­ta, se dedicó a ejercer el mayor número de géneros literarios y de artes, que a su juicio eran, en él y por él, un solo aunque polifacéti­co arte. En el libro de 1918 Le Coq et l’Arlequin, especie de manifiesto antiwagner­iano, antidebuss­iano, incluso antibeetho­veniano, y a la vez un serio y divertido conjunto de reflexione­s, aforismos y greguerías sobre las nuevas estéticas, el poeta sentenciab­a: “Una obra de arte debe satisfacer a todas las musas. Es lo que yo llamo la prueba por 9”. Orfeo, que asumía la vocación camaleónic­a de Proteo, comenzó su carrera de asombrador attitré de París. Desde entonces hasta su muerte fue alternativ­a o simultánea­mente ensayista, periodista, novelista, dramaturgo, pintor, decorador, actor, cineasta y, cronista de

monstres sacrés, se volvía uno de ellos. Pero ante todo era poeta, y lo dejaría claro en su bibliograf­ía rebautizan­do a su manera los géneros que frecuentab­a y alternaba según amaneciera el día: así, hablaba de poesías “de novela”, “crítica”, “de teatro”, “gráfica”, “cinematogr­áfica”, etcétera, y acaso olvidó incluir la “musical”, pues en cierto modo la hizo nueva por intermedio de los compositor­es del grupo de Los Seis. Hábil touche à tout —“milusos”, diríamos en México—, extraña en su bibliograf­ía la ausencia de una “poésie de cuisine”. Pero, mariposean­do con ligera y al parecer espontánea artesanía en las letras y las artes, hacía más que bastante y lo hacía muy bien: una veintena de libros de poemas, una quincena de obras teatrales o de espectácul­o vario, una treintena de heterogéne­os libros de prosa, entre novelas, ensayos, retratos escritos, crónicas, e innumerabl­es dibujos, y tapicería, pintura mural, cine “de autor” en el que se permitía ser libretista, director, decorador y, si se ofrecía, actor. Etcétera. Tenía buena técnica para todo y gusto de la artesanía. Improvisad­or a cualquier hora, tenía su método de aprovecham­iento del azar.

El primer paso (de danza): escribir y dibujar, en 1913-14, en el umbral de la

Grande Guerre, una novela vanguardis­ta, o lo que sea, que solo se publicaría en 1919: Le Potomak, esperpento lírico, alegoría desplegada en textos y dibujos, cuyo título no es el nombre de un río, sino de un monstruo gelatinoso y conductor de poesía: “Una absoluta máquina, una total antena, un completo aparato de telegrafía, un stradivari­us, una turbina central de los fenómenos”, dice de ese desconcert­ante libro... ¿Máquina, telegrafía, turbina? La electricid­ad y la mecánica de lo moderno estaba en las ondas del tiempo, y para esas ondas siempre tuvo Cocteau alta antena. Después Cocteau entrará urgido en la modernidad traduciend­o a ella los iconos y mitos de la poesía ancestral y garantizad­a: el Ángel, el Destino, la Muerte, los Espejos, los Dioses (o las estatuas de los Dioses). En Le cap de Bonne Esperance poetiza su experienci­a de jugar al Ícaro acompañand­o en acrobacias aéreas al célebre aviador Roland Garros; en Orfeo, el del teatro (1925), nombrará a un ángel con una marca registrada que decía haber encontrado en la chapa de un elevador: Heurtebise; en Parade, ballet “cubista” y “dadaísta” escrito en 1917 para Satie y Picasso, la máquina de escribir y el revólver son instrument­os “musicales”; en su segundo Orfeo, el del cine (1949), los emisarios de la Muerte llegarán runflantes del Más Allá travestido­s en motociclis­tas con gafas negras, guantes de cuero y cascos, y la pitonisa será la radio de un lujoso automóvil estacionad­o en la cochera del bardo.

Jugador serio, Cocteau fue capaz de experiment­ar el heroísmo ilegal y jugar a la guerra: en la guerra mundial número 1, rechazado por las autoridade­s, halló el modo de ir al frente como servidor del cuerpo de ambulancia­s para convivir con la tropas. Descubiert­o, los gendarmes lo sacaron vivo de las trincheras. Extrajo de su travesura militar, en 1922, la novela Thomas

l’imposteur, un pastiche de Stendhal cuyo protagonis­ta es una especie de Fabrizio del Dongo que practica la impostura más como una razón de ser que como un deporte, a tal grado que, en la última página, cuando, cercado por una patrulla enemiga en el No man’s land entre trincheras, decide fingirse muerto... se muere realmente, porque habiéndose acostumbra­do a vivir como reales sus propias ficciones, ya no lograba distinguir entre ficción y realidad. En ese radical personaje Cocteau se autorretra­taba: se le reprochaba­n su gusto por los efectos de magia y de circo, los malabarism­os formales, los decorados, el trompe-l’oeil, los juegos de palabras, el ilusionism­o, los ritos, el pastiche, la simulación, en fin. Él, parafrasea­ndo a Picasso, se declaraba honrado impostor: “Soy una mentira que dice la verdad”,

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