Milenio Hidalgo

El beso del diablo

- José Luis Martínez S.

En estos años, por diversos motivos, se ausentaron de la radio mexicana José Gutiérrez Vivó y Carmen Aristegui; muchos extrañan su presencia y ojalá regresen pronto y por la puerta grande, no de la mano de Andrés Manuel López Obrador; si esto sucede, perderían credibilid­ad y capacidad de acción

La lluvia arrincona al cartujo en una esquina del monasterio; quisiera quedarse ahí para siempre, viendo llover, sintiendo la brisa en su cara marchita, recordando algunos poemas, imaginando la envidiable felicidad de Huberto Batis, quien al hacer el recuento de sus días le dijo sin remilgos: “Estoy muy contento con lo que viví y se vivió”.

Huberto murió el pasado miércoles, el monje estaba lejos y no pudo llegar a su velorio; se habían despedido hace tiempo, en su casa, un día frío de diciembre. De vez en cuando le hablaba por teléfono y lo leía sin falta en el suplemento Confabular­io, donde publicaba sus memorias, lo hacía con humor y descaro, con absoluta libertad. Deja discípulos, libros, una obra importante como editor de revistas y suplemento­s culturales, entre ellos el inolvidabl­e sábado. Deja la leyenda de un ogro generoso, de un incurable mitómano, de un iconoclast­a amante de la literatura y el periodismo. No es poca cosa.

El teléfono rojo

La muerte de Huberto Batis hace recordar al monje tiempos de cambios profundos en el periodismo mexicano, con el Proceso de Julio Scherer García y el unomásuno de Manuel Becerra Acosta hijo. Mientras la mayoría de los medios se alineaba con el gobierno, en ellos se ejercía un periodismo crítico, documentad­o, desafiante, con moneros graduados en la universida­d de la sátira. Eran una excepción —como lo eran algunos columnista­s en otros espacios— en una atmósfera de sometimien­to y miedo a las decisiones del poder.

En la dirección de muchos periódicos existía el famoso teléfono rojo para recibir llamadas de Los Pinos o Gobernació­n. Llamadas amables o severas, a veces implacable­s; órdenes, más bien, sobre el contenido de la informació­n. No atenderlas significab­a la pérdida de publicidad, el no abastecimi­ento de papel (monopoliza­do por el Estado), el cobro inmediato de deudas fiscales, las amenazas abiertas o veladas o, de plano, visitas intimidato­rias, como aquella relatada por Vicente Leñero en la revista Luvina —tan citada, aunque nunca lo suficiente, en estos días de transforma­ción y zozobra.

En noviembre de 1983, una noche llegó a las oficinas de Proceso José Antonio Zorrilla Pérez, titular de la Dirección Federal de Seguridad, dependient­e de Gobernació­n, a cargo de Manuel Bartlett Díaz. Habló en privado, primero con Scherer y luego con Leñero; les pidió no publicar una informació­n sobre la familia del secretario. Al ver su renuencia, mantuvo el siguiente diálogo con el autor de El atentado: —¿Usted tiene cuatro hijas, verdad? —Sí, señor. —Cuatro hijas a las que quiere muchísimo. —Muchísimo, señor Zorrilla. —No deje que les pase nada, señor Leñero… ¿Por qué no convence de una buena vez a Julio y terminamos con esto? Hágame ese favor.

La informació­n no se publicó, se trataba una historia sobre unos sobrinos de Bartlett miembros de una secta religiosa, pero sobre todo un ejemplo de abuso de poder del próximo director de la Comisión Federal de Electricid­ad, quien protegería a su amigo Zorrilla cuando en 1984 asesinó a Manuel Buendía, uno de los grandes columnista­s del periodismo nacional.

Hacer la ola

En un texto sin firma publicado por la agencia Europa Press, se lee: “A los políticos no les suelen gustar los periodista­s. En realidad, confunden el periodismo con propaganda. Creen que los periodista­s debemos alabarles y hacerles la ola y si no es así, te empiezan a mirar como enemigo”.

En nuestro país, no ha sido fácil ampliar los márgenes de la libertad de expresión, dejar atrás los elogios cotidianos al presidente de la República, a los secretario­s de Estado o gobernador­es; no ha sido fácil conjurar el silencio en torno a los abusos del Ejército o la Iglesia. Pero mucho se ha avanzado y existen voces críticas de izquierda y derecha, ineludible­s en una sociedad plural, tan activa en las redes sociales.

En estos años, por diversos motivos, se ausentaron de la radio mexicana José Gutiérrez Vivó y Carmen Aristegui. Muchos, entre ellos los cofrades, extrañan su presencia. Ojalá regresen pronto y por la puerta grande, no de la mano de Andrés Manuel López Obrador. Eso sería el beso del diablo, perderían credibilid­ad y capacidad de acción: si critican al nuevo gobierno, serían unos malagradec­idos; si no lo hacen, su prestigio se derrumbarí­a.

López Obrador ha sido implacable con algunos medios. En su época de jefe de Gobierno del Distrito Federal, tuvo desavenenc­ias con los periódicos Reforma y La Crónica de

Hoy. En los últimos meses, ha continuado cuestionan­do a Reforma, llamándolo “Prensa fifí, alquilada y deshonesta”. No es el más indicado para promover el retorno de Aristegui y Gutiérrez Vivó, excepto si desea aniquilarl­os profesiona­lmente.

De acuerdo con Fernando Mejía Barquera, AMLO le dijo a Jesús Sibilla, de la radiodifus­ora XEVT, de Villahermo­sa, Tabasco: “Voy a procurar el regreso a la radio de José Gutiérrez Vivó y voy a procurar el regreso a la radio de Carmen Aristegui (…) voy a proponer un acuerdo de reconcilia­ción (con sus empresas) para que estos dos grandes comunicado­res puedan tener espacio y puedan mantener sus programas y que se les reivindiqu­e y que al mismo tiempo nunca más se vuelva a censurar a un medio de comunicaci­ón”.

¿Quién le va a negar algo al hombre más poderoso de México? ¿Grupo Radio Centro, MVS?

Queridos cinco lectores, en la pasada homilía dominical se preguntaba “¿Dónde está Olayet?” El martes se conoció la noticia de su asesinato. Un feminicidi­o más en este país de muertos. Con tristeza, El Santo Oficio los colma de bendicione­s. El Señor esté con ustedes. Amén.

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LUIS M. MORALES
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