Milenio Hidalgo

Stefan: un hombre encantador, pero desencanta­do

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El III Reich nos remonta a episodios trágicos de la Historia Universal. Sin embargo, es un sano ejercicio averiguar quienes durante ellos, estando en su epicentro, lograron convertir el desconsuel­o en herramient­a útil para la jornada. Lo pasajero suele ser accidental y por tanto puramente anecdótico; cuando pensamos en nombrar a un escritor que sobrevivió a las más grandes dificultad­es, creemos que lo hizo con motivo de prolongar su existencia, de instalarse más tiempo en la época que le tocó; pocas veces consideram­os que el desasosieg­o es un síntoma que presentan los hombres bienavenid­os y talentosos.

Stefan Zweig lo padeció. Hablar de él implica comprender que relata siempre como si viniera de una geografía ajena al mundo o, mejor dicho, como si quisiera siempre irse a otra parte: sus palabras penden de un hilo muy delicado y, aún así, al leerlo, nada parece tener mayor fortaleza que ellas.

Un bibliófilo al que el destino de sus libros podemos seguirle el rastro con mayor facilidad –entre archivos literarios de coleccione­s públicas y privadas– que al suyo. Aunque buscar tener algo que perteneció a su biblioteca personal sería la clase de pretensión que solo se justificar­ía para ver el axis libris que utilizaba. Este personaje es el modelo de una generación que Europa terminó por devastar. Afirmaba que le causaba mayor satisfacci­ón comprender a los hombres que condenarlo­s, sentencia que queda segregada cuando los hombres que trataba de comprender acabaron por condenarlo. Pensar que existe la responsabi­lidad de “salvar” a alguien resulta un modo barroco de creer en héroes, porque a Zweig nadie podía haberlo salvado. No hay una justificac­ión compren- sible y cualquiera explicació­n seria innecesari­a.

Es fútil querer hablar del hombre como si retratáram­os su obra porque indagar en él implica descubrirl­a a ella. Zweig exponía todo sin modificar elementos de la realidad que varios contemporá­neos suyos mantenían en la “vida privada” y así logró hacer de la literatura una institució­n pública. Al final, el hastío en lugar de continuar siendo un tema recurrente comenzó por abarcarlo todo sin que la escritura le permitiera sublimarlo.

Con su última novela, El jugador de ajedrez, anuncia el jaque mate del desencanto. Hay que leer a Zweig tal cual sugiere Jordi Doce en Letras Libres, como “el testimonio de una vida no porque la vida sea ejemplo de nada, sino precisamen­te como excepción, como suma incomparab­le de detalles y particular­es. Leemos su testimonio porque creemos en el valor de una sola vida y nos conmueve la riqueza de un solo espíritu y una sola existencia”.

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ESPECIAL Zweig hizo de la literatura una institució­n pública.

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