Milenio Hidalgo

UNA COSA ES AMENAZAR

De puntitas llego al pie de la escalera, piso el primer escalón y siento un leve mordisco: el Cirquero. Ahí estaba echado. Y lo pisé en el pescuezo. Sentí que algo tronó. Ni un chillido soltó el pobre animal. Ni sus hermanas, cosa rara

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Del canal viene doña Lena: se fue con Cirquero, uno de sus tres perritos ratoneros; amaneció muerto. Ella cree que se fue al cielo de los perros porque ya le tocaba, estaba entrado en años y de por sí esos animalitos son muy neuras: escuchan cualquier ruidito y arman tremenda escandaler­a. Desde por la mañana decía:

—Ay, mi chiquito, ¿qué tienes? Te miro desmejorad­o, no has comido nada, te vas a enfermar. ¿Quieres aunque sea poquita sopita? Anda, abre el hociquito…

Los otros dos la vieron entrar a su vivienda con el Cirquero en brazos, y corrieron a esconderse bajo la cama al advertir mi presencia. Me acomedí: levanté una bandeja del suelo y pregunté:

—¿Tiene croquetas a la mano? Dígame dónde están y se las sirvo; remojadita­s en leche, si tiene usted una poca, Lena.

Lena estaba como en trance. Miraba al perrillo, lo apretaba contra su pecho y lloraba. Abrí el refri: apestaba a frijoles acedos. Di con el cono de la leche. Mi vista dio hasta la repisa donde ardía una veladora para la Virgen de la Soledad. Al lado de la imagen estaba una bolsa con croquetas.

—¿Cómo ve al animalito, doña Lena? —me atreví a preguntar.

—Ayyy —sollozó la mujer—. ¿Cómo quiere que lo vea? Con ojos de amor. Es el más apegado. Muy chiquión. Me hace la barba para que lo consienta. Ayyy, no sé ahora: lo miro muy mal. Y yo sin dinero para llevarlo al veterinari­o al inocentito animal.

De sus ojos salió un mar de lágrimas. No me conmovió. ¿Inocentito?, pensé: puede que sí; pero entonces usted es la culpable de que ataquen al vecindario: deja a sus chingados animales en el patio, y son atrabancad­os: apenas da uno paso y ya los tiene encima; hay que cuidarse la retaguardi­a, porque se le dejan ir al que sea. Y usted, doña Lena, sale con su calma apazguatad­a:

—Chiquitos, ¿qué les hacen? ¿No pueden dormir con esta gente desconside­rada que entra y sale?

Desconside­rada ella, maldita vieja: uno viene de los apretujone­s en el Metro, con el hambre encima; todavía hay que hacer fila para trepar a la pesera, y con la lluvia que está por dejarse venir. Y se viene. Miro a dos tipos de camisa blanca, Testigos de Jehová. Las gotas de agua dejan manchas oscuras sobre la tela. La pesera se atasca de gente. Estamos cuerpo contra cuerpo, apestamos a perro remojado. Periférico está inundado, vamos a vuelta de rueda. Pasaré a comprar pan y leche.

—¿Pasa un pasaje, por favor?

Pinche animal del chofer: me tira dos cuadras adelante. En la esquina de los teporochos. La llovizna apretó. Me enconcho en la tienda del Charcas. Me desespera este Charcas: se ha dejado engordar más de la cuenta y apenas cabe detrás del mostrador. Y resuella como marrano cuando se agacha para sacar la mercancía del refri. Y la memoria también le está fallando:

—¿Cuántos litros de leche me pedistes? ¿Qué más me cobro, aparte de los cigarros?

El guevón de su carnal para nada le echa la mano, al contrario: Charcas esconde las cajetillas de cigarros porque si no su hermano se los fuma. Y luego él no recuerda dónde los oculto. Y mientras, la tormenta se deja caer con ventarrón, lluvia y granizo. Aquí me quedo hasta que escampa. Pa’ acabarla, Charcas no halló los cigarrillo­s.

Llego a la vecindad y el patio está anegado. Las vecinas barren la lluvia, destapan la coladera, las aguas negras amenazan con brotar. El año pasado llovió mucho en febrero. En vez de absorber, las alcantaril­las vomitaban agua negra, lodo y hasta ratas. A escobazos las enfrentamo­s: se enchina la piel nomás de ver cómo, al verse acorralada­s, se paran en dos patas y pelan sus dientes amarillent­os. Varias treparon por las paredes y se fueron a la casa del vecino. Nomás escuchamos los gritos del susto que le pegaron a la familia.

De puntitas llego al pie de la escalera, piso el primer escalón y siento un leve mordisco: el Cirquero. Ahí estaba echado. Y lo pisé en el pescuezo. Sentí que algo tronó. Ni un chillido soltó el pobre animal. Ni sus hermanas, cosa rara: Chita y Moni duermen bajo la escalera y ensordecen con sus ladridos. La mordida del Cirquero fue de picayhuye. Sale doña Lena y de inmediato reluce su batea de babas:

—Ayyy, cómo será: ya le pisó la cola a mi Cirquero... Cómo es, luego no quiere que el animalito se defienda, don.

—¡Ora resulta que…! ¿Qué no vio que los chingados animales están abajo de la escalera, nomás viendo a quién chingan? Amárrelos, un día la van a compromete­r.

—¡Oiga, no: si nos hablamos a chingados nada vamos a arreglar! No hay por qué ser maleducado­s...

—Maleducada­s sus fieras enanas. Pero nomás que decida soltarles un patadón, hasta la calle van a dar sus putos ratoneros...

—¡Pero, oiga: cálmese y no ofenda, si no quiere oírme! No porque me ve mujer piense que no sé defenderme, hay se lo haiga... —Mejor amarre a sus animales... —Se desatan. Ellos sí son inteligent­es... y están acostumbra­dos a andar en libertad, no como usted, ¿a qué hora lo soltaron?

—¡Ora resulta que los vecinos tenemos que dejar el espacio común a los perros y aguantar las mordidas!

—Ay, pus si tiene algún problema dígaselo a mi marido; a él no le gusta que estén amarrados, ni en la azotea...

Su marido, Memelón: el bravucón de la vecindad. No hace mucho el abusivo le dio una revolcada al Cato, hijo de la gelatinera. Porque tropezó con la charola de las croquetas y se desparrama­ron. Tuvieron que echarles agua, como a los perros, para separarlos, porque estaban trabados. Bueno que se dieron la mano y juraron que no había pedo, fue a mano limpia y quedamos empatados, dijo el abusón, aunque el chamaco de las gelatinas anduvo amoratado de los ojos y cojeando. Todo desde que Lena y el Memelón se hicieron de esos perrillos ratoneros y escandalos­os. —Pero hay un dios, doña Lena, y si los seres pensantes no agarran la onda, cuantimeno­s los animales… El patio es de todos, no nomás de los guaguases. Por poco y me desboco. Pero me contuve. Pensé: menos verbo, más acción: un día que llegue noche le tomo bien la medida a su Cirquero y le aplasto la cabeza de un pisotón, o lo apaño, lo subo y lo ahogo en la tina donde aparto agua para el guáter... No fue necesario. Cirquero no se repuso del pisotón que por accidente le receté en el cuello. Anduvo medio desguangui­lado, hasta que de plano se echó debajo de la escalera. De ahí lo sacó doña Lena y le dio primeros auxilios. Inútiles. Peso 90 kilos, no cualquier cosa. Siento remordimie­nto. Una cosa es amenazar. Otra, matar. Llego al primer escalón y echo una mirada. Chita y Moni enloquecen al verme, lanzan tarascadas, ladran, acosan. Recuerdo cómo tronaron los huesitos de Cirquero bajo mi pie. Hubieran sido los de Lena o del Memelón, ¿qué culpa tenía el perro? Me da por llegar al cuarto, pongo a calentar agua con sal en una cubeta y meto los pies. Con una piedra porosa, de tezontle, tallo y tallo, pero no dejo de sentir los huesitos bajo mi planta. Pensé que doña Lena le diría al abusón de su marido que amenacé al Cirquero. No. Fue al canal. De allá venía doña Lena: cavó un hoyo al pie de un fresno, envolvió al perrillo en un pañal desechable y lo depositó en la tumba. Cubrió con tierra y en el tronco del árbol dibujó una cruz con gis: “Cirquero, gracias”, escribió y ahí se estuvo un rato sentada, ida. En medio del denso tráfico que va, que viene por el Periférico oriental.

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