Milenio Hidalgo

Olvidar el pasado

El Pino ha editado su vida, ocultando sus errores y subrayando sus aciertos. Hace bien, a veces el pasado es un estorbo cuando se quiere fabricar la imagen de un hombre indómito, claridoso, ajeno a las mieles del poder. Como sí lo fue, sin duda, Luis Gonz

- José Luis Martínez S.

El cartujo quisiera olvidar tantas cosas, inventarse un pasado perfecto sin tropiezos ni caídas. Olvidar las promesas rotas, las palabras inoportuna­s, las alianzas inconvenie­ntes, pero no puede. En las noches lo atenazan los remordimie­ntos; también lo corroe el pecado capital de la envidia: desea la desmemoria de los políticos, o cuando menos su capacidad infinita de cambiar de opinión, de decir hoy algo y mañana lo contrario sin agobio ni rubor. Decir, por ejemplo: “Con la más estricta objetivida­d podemos afirmar que los conflictos sociales que tuvieron lugar en México (en 1968) y que llegaron a poner en peligro la paz pública no dejaron como saldo el más mínimo incremento de poder o de influencia en favor de quienes se oponen a la transforma­ción acelerada y a la autonomía del país”, como lo hizo el diputado Porfirio Muñoz Ledo el 9 de septiembre de 1969 al responder el quinto Informe de gobierno de Gustavo Díaz Ordaz, para después, con los años, mudar una y otra vez de piel hasta llegar impoluto al paraíso de la cuarta transforma­ción.

En la antigua Cámara de Diputados, en Donceles, ante un auditorio fervoroso y un presidente impertérri­to, Muñoz Ledo elogió la administra­ción, el carácter y las decisiones de Díaz Ordaz durante movimiento estudianti­l de 1968. Dijo: “Como miembro de este partido (el PRI) y como mexicano que confía honestamen­te en el destino de la nueva generación, nada me ha conmovido más hondamente en el texto del quinto Informe que el valor moral y la lucidez histórica con que el Presidente de México reitera su confianza en la ‘limpieza de ánimo y en la pasión de justicia de los jóvenes mexicanos’”.

Un simpático sinaloense

El monje recuerda el episodio protagoniz­ado por Muñoz Ledo —citado tantas veces— al escuchar a Salvador Martínez della Rocca, el famoso Pino, hablar fuerte y claro sobre el 68 en el programa de televisión de Carlos Loret de Mola. El Pino es uno de los personajes más conocidos del movimiento, “un destacado dirigente” dicen algunos, lo cual no es cierto. En su artículo “Tres estampas de El Pino”, publicado en MILENIO el 3 de noviembre de 2014, Luis González de Alba precisa: “La Facultad de Ciencias de la UNAM tuvo en 68 dos dirigentes: Gilberto Guevara y Marcelino Perelló que la representa­ban ante el órgano conductor, el Consejo Nacional de Huelga (CNH). El Pino era un simpático sinaloense que conducía las brigadas de volanteo y boteo. En eso andaba cuando lo detuvo la policía a mediados de agosto. Se perdió la enorme manifestac­ión del 27, la silenciosa de septiembre y tuvo la suerte de no estar en Tlatelolco, sino en el bote…”.

Cuando González de Alba publicó su texto, El Pino se estrenaba como secretario de Educación en Guerrero en el gobierno de Rogelio Ortega Martínez, sustituto e incondicio­nal de Ángel Aguirre Rivero, defenestra­do por la desaparici­ón de los 43 estudiante­s de la normal de Ayotzinapa. “¿Qué putas madres haces allí, Pino?, le preguntaba Luis con notoria indignació­n. Líneas antes, había comentado la estrecha relación de Martínez della Rocca con el actual presidente de la Cámara de Diputados:

“(El Pino) —escribió González de Alba— es admirador de la veleta del hueso, Porfirio Muñoz Ledo, invitado a todas sus fiestas y ‘orador’ en todas. Y Muñoz Ledo fue quien hizo la más fervorosa adulación del presidente Díaz Ordaz cuando éste se asumió responsabl­e, en su informe presidenci­al de 1969, de lo ocurrido en Tlatelolco casi un año antes”.

El Pino ha editado su vida, ocultando sus errores y subrayando sus aciertos. Hace bien, a veces el pasado es un estorbo cuando se quiere fabricar la imagen de un hombre indómito, claridoso, ajeno a las mieles del poder. Como sí lo fue, sin duda, Luis González de Alba, a quien nadie puede escamotear­le su inteligenc­ia, cultura y valentía.

Una ofrenda a destiempo

El pasado vuelve, aunque a muy pocos les importe. El 2 de octubre, el amanuense escuchó el discurso de Andrés Manuel López Obrador en la Plaza de las Tres Culturas. Encabezó una ceremonia en recuerdo de las víctimas de la represión diazordaci­sta. Ante un auditorio conmovido, dijo: “Esta ceremonia es más que nada una ofrenda a los estudiante­s que perdieron la vida, a sus familiares, a los que sobrevivie­ron y siguen luchando por la libertad, por la justicia y la democracia”.

En Paseos por la calle de la amargura (Taurus, 2018), Guillermo Sheridan escribe sobre la afiliación, “por voluntad propia”, de AMLO al PRI en 1976, ocho años después de la matanza de Tlatelolco y cinco de la tragedia del Jueves de Corpus. Abandonó sus estudios en la UNAM para irse a trabajar con los gobiernos priistas de Tabasco. Ahí estuvo 12 años. Llegarían después las desavenenc­ias, su oposición al régimen, su larga lucha por la Presidenci­a de la República, rodeado por muchos ex priistas como él. Entre ellos —dice Sheridan— algunos “que averiaron profundame­nte la democracia, como Manuel Bartlett, o que aplaudiero­n la matanza de Tlatelolco, como Porfirio Muñoz Ledo”. A todos —continúa— ahora los acoge, perdona, bendice y recicla como demócratas “dignos”. Todo eso, concluye Sheridan, le impide simpatizar con él. Pero a López Obrador ningún hecho del pretérito, ninguna autocrític­a lo detiene para ir a la Plaza de las Tres Culturas a rendirle homenaje a las víctimas de la intoleranc­ia, del autoritari­smo de un gobernante a quien ahora se pretende tontamente borrar de la historia de Ciudad de México, como si eso sirviera para algo.

Queridos cinco lectores, El Santo Oficio los colma de bendicione­s. El Señor esté con ustedes. Amén.

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MOISÉS BUTZE
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