Olvidar el pasado
El Pino ha editado su vida, ocultando sus errores y subrayando sus aciertos. Hace bien, a veces el pasado es un estorbo cuando se quiere fabricar la imagen de un hombre indómito, claridoso, ajeno a las mieles del poder. Como sí lo fue, sin duda, Luis Gonz
El cartujo quisiera olvidar tantas cosas, inventarse un pasado perfecto sin tropiezos ni caídas. Olvidar las promesas rotas, las palabras inoportunas, las alianzas inconvenientes, pero no puede. En las noches lo atenazan los remordimientos; también lo corroe el pecado capital de la envidia: desea la desmemoria de los políticos, o cuando menos su capacidad infinita de cambiar de opinión, de decir hoy algo y mañana lo contrario sin agobio ni rubor. Decir, por ejemplo: “Con la más estricta objetividad podemos afirmar que los conflictos sociales que tuvieron lugar en México (en 1968) y que llegaron a poner en peligro la paz pública no dejaron como saldo el más mínimo incremento de poder o de influencia en favor de quienes se oponen a la transformación acelerada y a la autonomía del país”, como lo hizo el diputado Porfirio Muñoz Ledo el 9 de septiembre de 1969 al responder el quinto Informe de gobierno de Gustavo Díaz Ordaz, para después, con los años, mudar una y otra vez de piel hasta llegar impoluto al paraíso de la cuarta transformación.
En la antigua Cámara de Diputados, en Donceles, ante un auditorio fervoroso y un presidente impertérrito, Muñoz Ledo elogió la administración, el carácter y las decisiones de Díaz Ordaz durante movimiento estudiantil de 1968. Dijo: “Como miembro de este partido (el PRI) y como mexicano que confía honestamente en el destino de la nueva generación, nada me ha conmovido más hondamente en el texto del quinto Informe que el valor moral y la lucidez histórica con que el Presidente de México reitera su confianza en la ‘limpieza de ánimo y en la pasión de justicia de los jóvenes mexicanos’”.
Un simpático sinaloense
El monje recuerda el episodio protagonizado por Muñoz Ledo —citado tantas veces— al escuchar a Salvador Martínez della Rocca, el famoso Pino, hablar fuerte y claro sobre el 68 en el programa de televisión de Carlos Loret de Mola. El Pino es uno de los personajes más conocidos del movimiento, “un destacado dirigente” dicen algunos, lo cual no es cierto. En su artículo “Tres estampas de El Pino”, publicado en MILENIO el 3 de noviembre de 2014, Luis González de Alba precisa: “La Facultad de Ciencias de la UNAM tuvo en 68 dos dirigentes: Gilberto Guevara y Marcelino Perelló que la representaban ante el órgano conductor, el Consejo Nacional de Huelga (CNH). El Pino era un simpático sinaloense que conducía las brigadas de volanteo y boteo. En eso andaba cuando lo detuvo la policía a mediados de agosto. Se perdió la enorme manifestación del 27, la silenciosa de septiembre y tuvo la suerte de no estar en Tlatelolco, sino en el bote…”.
Cuando González de Alba publicó su texto, El Pino se estrenaba como secretario de Educación en Guerrero en el gobierno de Rogelio Ortega Martínez, sustituto e incondicional de Ángel Aguirre Rivero, defenestrado por la desaparición de los 43 estudiantes de la normal de Ayotzinapa. “¿Qué putas madres haces allí, Pino?, le preguntaba Luis con notoria indignación. Líneas antes, había comentado la estrecha relación de Martínez della Rocca con el actual presidente de la Cámara de Diputados:
“(El Pino) —escribió González de Alba— es admirador de la veleta del hueso, Porfirio Muñoz Ledo, invitado a todas sus fiestas y ‘orador’ en todas. Y Muñoz Ledo fue quien hizo la más fervorosa adulación del presidente Díaz Ordaz cuando éste se asumió responsable, en su informe presidencial de 1969, de lo ocurrido en Tlatelolco casi un año antes”.
El Pino ha editado su vida, ocultando sus errores y subrayando sus aciertos. Hace bien, a veces el pasado es un estorbo cuando se quiere fabricar la imagen de un hombre indómito, claridoso, ajeno a las mieles del poder. Como sí lo fue, sin duda, Luis González de Alba, a quien nadie puede escamotearle su inteligencia, cultura y valentía.
Una ofrenda a destiempo
El pasado vuelve, aunque a muy pocos les importe. El 2 de octubre, el amanuense escuchó el discurso de Andrés Manuel López Obrador en la Plaza de las Tres Culturas. Encabezó una ceremonia en recuerdo de las víctimas de la represión diazordacista. Ante un auditorio conmovido, dijo: “Esta ceremonia es más que nada una ofrenda a los estudiantes que perdieron la vida, a sus familiares, a los que sobrevivieron y siguen luchando por la libertad, por la justicia y la democracia”.
En Paseos por la calle de la amargura (Taurus, 2018), Guillermo Sheridan escribe sobre la afiliación, “por voluntad propia”, de AMLO al PRI en 1976, ocho años después de la matanza de Tlatelolco y cinco de la tragedia del Jueves de Corpus. Abandonó sus estudios en la UNAM para irse a trabajar con los gobiernos priistas de Tabasco. Ahí estuvo 12 años. Llegarían después las desavenencias, su oposición al régimen, su larga lucha por la Presidencia de la República, rodeado por muchos ex priistas como él. Entre ellos —dice Sheridan— algunos “que averiaron profundamente la democracia, como Manuel Bartlett, o que aplaudieron la matanza de Tlatelolco, como Porfirio Muñoz Ledo”. A todos —continúa— ahora los acoge, perdona, bendice y recicla como demócratas “dignos”. Todo eso, concluye Sheridan, le impide simpatizar con él. Pero a López Obrador ningún hecho del pretérito, ninguna autocrítica lo detiene para ir a la Plaza de las Tres Culturas a rendirle homenaje a las víctimas de la intolerancia, del autoritarismo de un gobernante a quien ahora se pretende tontamente borrar de la historia de Ciudad de México, como si eso sirviera para algo.
Queridos cinco lectores, El Santo Oficio los colma de bendiciones. El Señor esté con ustedes. Amén.