Milenio Hidalgo

Tlacoyos y gorditas la han mantenido en el mercado

Hurga en sus recuerdos y encuentra uno de su infancia, en la Sierra de Jacala, junto a sus hermanos subiendo a los árboles de tepehuaje

- La jornada de Paula inicia a las 6 de la mañana para elaborar tortillas, quesadilla­s y tacos.

Elizabeth Hernández/Pachuca

Apresurada, Paula alista su puesto en el mercado Revolución y, mientras acomoda por paquetes de cinco las quesadilla­s de chicharrón, frijoles, quelites y huitlacoch­e que hizo por la mañana, hurga en sus recuerdos y encuentra uno de su infancia, en la Sierra de Jacala, junto a sus hermanos subiendo juntos a los árboles de tepehuaje. “Me da un paquete de tlacoyos”, pide la primera clienta que hace volver a Paula a la realidad. “Tengo que estudiar para mi examen para acreditar mi secundaria”, recuerda que es para el 12 de octubre; mientras ágilmente envuelve el pedido y se persigna con el billete de 50 pesos que acaba de recibir. “Éramos muy pobres, pero tuve una infancia feliz…”, se le corta la voz, mientras que ‘la marchanta’ le dice en tono suave “cualquier preocupaci­ón o angustia que tenga, pídale a Dios que la elimine, él lo puede todo”. Paula pasa saliva y termina por envolver el pedido. “No sé por qué lloro cuando recuerdo mi infancia”, mientras toma un pedazo de servilleta para secarse las lágrimas.

Paula tiene cinco hijos, “ya todos están grandes pero tengo a mi chiquita que está estudiando la preparator­ia. La mayor se casó a los 18 años y no estudió porque quería que la mantuviera­n y pues gracias a Dios se encontró a un buen hombre y vive en Los Cabos; mi otra hija es contadora y también se casó, al igual que otro de mis hijos. Todos salieron buenos para la escuela, pero sobre todo la chiquita, es mi orgullo”, explica.

Tenía tan solo 17 años cuando Paula se casó. “Mi esposo es mayor que yo por 12 años pero es todo un caballero, de esos que ya no hay”, dice, mientras explica que, debido a sus dolores reumáticos y problemas de ácido úrico, la ayuda a guisar y hacer los capeados que se requieren para el negocio, y ella se dedica ‘al comal’, sacando 120 tortillas, 50 quesadilla­s, 30 gorditas, 50 tacos para dorar, todo lo hace de 6 de la mañana a medio día; “el capeado de los 10 huauzontle­s y las 10 patitas de puerco y el arroz le toca a mi marido, de lunes a domingo trabajamos, casi los 365 días al año”.

Regresa a sus recuerdos y sabe que debido a su pobreza, “me costó trabajo concluir mi primaria, pero la terminé a los 15 años. Después me fui a la Ciudad de México con mi hermano”, hace una pausa y le salen las lágrimas… “deme un momento…”.

Cuenta que en la ciudad trabajaba cuidando niños y haciendo el quehacer de familias ricas del Pedregal de San Ángel, en la colonia del Valle, “y me gustaba ir allá porque comía carne todos los días. Acá en el pueblo sólo nos alimentába­mos de frijoles, nopales, verdolagas y quelites y mi papá llegaba con aguacates. Nunca hacían falta las tortillas, pero carne, sólo de vez en cuando o pollo, cuando mi mamá mataba uno”, recordó.

“Me da una tortilla de huevo”, llega un cliente más y es atendido en segundos por Paula. “Yo no quería que mis hijas se casaran, pero a la que le veo ganas de seguir estudiando es a Vanessa, la chiquita, le gusta mucho la escuela y no se quiere casar. A mí también me gusta la escuela pero me cuesta trabajo llegar a estudiar para el examen”, dice, mientras atiende un pedido mayor de quesadilla­s de chicharrón y gorditas de quelites.

Sólo tres años estuvo en la Ciudad de México, y al regresar a su pueblo, conoció a su esposo, se casó y tuvo a su primer hijo. “A pesar de que estaba muy joven no me costó trabajo hacerme cargo del bebé, pero eso sí, me puse a trabajar porque a mí me gusta tener mi dinero”. Fue con esa misma determinac­ión que aprovechó la invitación de sus suegros, “quienes siempre han tenido negocio en el Mercado”, para poner su mesita de madera y vender sus guisados.

Su mente vuelve a divagar por su infancia, “me acuerdo que sólo era un pueblo de seis casitas y era muy feliz”, vuelven a salir las lágrimas. “Tengo todo lo que quiero, tuve una infancia feliz pero extraño a Pedro, mi hermano. Él falleció muy joven, de cirrosis. Mi papá murió de 82 años, la presión alta lo mató”, hace otra pausa y prosigue, “sé que estas lágrimas son porque creo que la felicidad es tener a todos los de tu familia juntos, bien, pero Pedro no está…y no sé cómo explicar lo que siento aquí, en el corazón”.

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