Milenio Hidalgo

El niño y el parque

- JOSÉ RAMÓN FERNÁNDEZ GUTIÉRREZ DE QUEVEDO

Crecí cerca de un parque de pelota, caminando llegábamos al del Seguro Social, en la colonia Narvarte, yo vivía en la Del Valle. Y durante los veranos y Semanas Santas, éramos vecinos del viejo Deportivo Veracruzan­o, en la colonia Centro, cerca del Puerto, porque mis abuelos vivían en la calle de La Fragua, a dos cuadras del Águila. En esos estadios con banqueta y butacas de bejuco, dejamos muchas risas, pasamos grandes tardes de nuestros pequeños días. Éramos niños de canicas, avalancha y cascaritas. La calle alguna vez fue nuestra, y los estadios de beisbol eran parte de ella. Ninguno existe, con sus escombros hicimos recuerdos, ahora no los vemos, pero de noche, entre sueños, son más nuestros.

De los tres equipos que allí jugaban, mi favorito era el Águila, los Rojos del Águila. A Diablos y Tigres los veía menos, porque coincidían con clases. Así que el glorioso Águila de Veracruz era el equipo de nuestras vacaciones: de la palma, de la lluvia, de la playa y de La Fragua: los mejores lugares de mi infancia.

Algo tienen las ciudades que hacen esquina con el mar. Donde el Golfo arrullaba la fe jarocha, se escondía una afición hereditari­a tras la luna de plata: el Puerto era futbolero por el Pirata, pero pelotero por el Águila y Beto Ávila. El juego de pelota trasnochab­a entre pantanos, ríos y playones, luego, pa’ dentro de la costa, estaba el Córdoba, con sus antiguos Cafeteros, pero ahí la brisa es otra.

De aquellas caminatas rumbo al parque con dos pesos para el boleto, una bolsa de pan Bimbo llena de sándwiches, y el Choco Milk en la jarra de cristal del Jumex, lo que más me gustaba no era el juego, sino el espacio entre entradas. Esos momentos todavía los conservo con algo de imaginació­n y poca memoria. A ningún sitio vuelvo tanto como a ese húmedo parque pegado a la costa. Con ritmo, sin prisas, deteniéndo­se en tradicione­s y haciendo un hueco para contar historias, escuchar la madera, morder el pistache, oler la vainilla y la piel del guante. El beisbol guarda un lugar especial en mi vida porque evita la regla que domina casi todos los deportes: juega con el tiempo, nunca contra él. Verlo de otra forma es perderlo, lanzar una botella al mar con mi infancia.

Ninguno existe, ahora no los vemos, pero de noche, entre sueños, son más nuestros

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