“Una cosa es escuchar y otra compartir lo que se escucha”
Alrededor de la inteligencia artificial empieza a conformarse el mundo que viene. Todo está ya perfilado y antes del año 2100 la inteligencia artificial va a hacerse cargo de la mayoría de los trabajos que hoy hacen las personas; él coche, el autobús y los aviones, el banco, el médico, el cocinero, la sirvienta y quizá hasta la pareja y las mascotas serán, para ese año, un dispositivo controlado por la inteligencia artificial.
Más allá del cataclismo que esto su pondrá para los trabajadores, el sistema económico y las relaciones interpersonales comienzan ya a operar los programas, gestionados por la inteligencia artificial, que van a transformar radicalmente nuestra cotidianidad.
Uno de los elementos de ese universo en plena transformación me inquieta particularmente: el algoritmo de la música, ese programa que, a partir de nuestros gustos, propone piezas que, efectivamente, nos gustan. El gusto había sido siempre, y hasta hace poco, un misterio, ¿por qué si todas las caras son básicamente iguales te gustan solo unas pocas? Las explicaciones abundan, van desde las feromonas y la química corporal hasta los modelos que carga uno en el inconsciente; estas explicaciones nos sugieren que en realidad no hay ningún misterio, que ese gusto responde a una realidad material concreta, como ha demostrado una legión de exploradores del cerebro, y como ha explicado brillantemente y con mucha amplitud el neurofilósofo Daniel Dennett (From bacteria to Bach and back).
Tampoco hay misterio en el gusto musical, ¿por qué me gusta una canción y no la otra, si las dos son del mismo género, tienen los mismos instrumentos, el mismo tempo e idéntico color? Quizá lo que más desconcierta del algoritmo musical es que deja en evidencia que nuestro gusto es una simpleza que puede reducirse a una fórmula matemática; no hay magia ni misterio en el acto de elegir una canción u otra, como tampoco lo hay cuando elegi
mos una cara en medio de una multitud de caras, esto es lo que desconcierta, porque quiere decir que nuestros gustos no son propiamente nuestros y la prueba es que un programa en el teléfono es capaz de descifrarlos, jerarquizarlos y aplicarlos en nuevas propuestas que, muy probablemente, van a gustarnos.
El algoritmo que nos presenta música de nuestro gusto en, digamos, Spotify, tiene todavía un recorrido muy largo; el gusto o el disgusto que nos produce una canción tiene un reflejo físico en el cuerpo, en los latidos del corazón, en la tensión arterial, en la liberación o inhibición de ciertas sustancias químicas, reacciones, todas ellas, que pueden registrarse con el dispositivo adecuado. Ya existen los relojes que cuentan los pasos que da una persona, las calorías que quema, el ritmo cardiaco y no solamente las horas que duerme, también el instante preciso, en un valle y no en una cima del sueño, en el que es más conveniente despertar. Pronto tendremos un dispositivo, quizá un reloj más sofisticado, que nos medirá el nivel de azúcar y de colesterol, y cualquiera de los elementos que constituyen nuestra química sanguínea; ¿por qué no va a haber uno que, a partir de nuestras reacciones físicas ante diversas piezas musicales, nos diseñe un algoritmo estrictamente personal?
Valiéndose de ese algoritmo biométrico, fundamentado en las reacciones que va experimentando nuestro cuerpo a lo largo del día, el dispositivo podría ir programan
do piezas para levantarnos el ánimo, o para sosegarnos, o para provocar una ensoñación y un interminable etcétera.
Yuval Noah Harari ensaya brevemente sobre este algoritmo hiperpersonalizado (21 lecciones para el siglo XXI), basado en un interesante artículo que publicó, hace unos meses, el diario inglés
The Guardian (AI and music: will we be
slaves to the algorithm?), que apunta hacia la inteligencia artificial componiendo música sin la intervención de las personas, lo cual cerraría el círculo narcisista en el que podríamos quedar atrapados: el de las personas que escuchan solamente la música que selecciona su algoritmo biométrico o, peor, la que compone especialmente para ellas. Todo esto puede, desde luego, extrapolarse a otras disciplinas, al cine, a las series, a la literatura, y también a otros campos de la existencia como las relaciones solo entre personas que compartan algoritmos biométricos similares. Es verdad que desde el principio de los tiempos nos relacionamos con personas afines, pero el algoritmo anularía la posibilidad de relacionarnos con gente distinta a nosotros, y lo mismo pasaría con el algoritmo biométrico de la música, nos escatimaría la oportunidad de conocer música distinta.
También es verdad que la música tiene una dimensión social que al final podría salvarnos de ese círculo narcisista que describí anteriormente; la música se escucha en soledad pero después se comparte, se intercambia, produce conversaciones, atempera la atmósfera de un encuentro. Hoy cualquier persona que tenga un teléfono tiene a su alcance todas las canciones del mundo y, sin embargo, todavía hay quien llama a una estación de radio para pedir que le pongan esa misma canción que tiene en su teléfono, y que podría escuchar en cualquier momento, y lo hace porque una cosa es escuchar y otra compartir lo que se escucha, porque quiere comunicar, al resto de la tribu, el descubrimiento de ese prodigio.