Milenio Hidalgo

Xavier Velasco

Hace mucho que contamos muertos como ovejas

- XAVIER VELASCO

Resulta que mi pueblo está cambiando sheriff y hay quienes lo celebran a plomazos. ¿Alguien recuerda aquellos días escolares, cuando llegaba en ascuas un profesor suplente y en el salón de clases transcurrí­a un festín libertino a costillas de su candidez? Pues así, nada más que infinitame­nte peor porque nosotros no éramos asesinos. Cada día que pasa vemos crecer los números macabros y escuchamos historias espantosas donde el

protagonis­ta no es ya tanto la víctima como la infamia cruda del villano.

Niño, mujer, anciano, embarazada, nada de eso conmueve a los hijos de puta de estos tiempos y no estaría de más encontrarl­es un calificati­vo menos benévolo. Pues “puta” es hoy en día cualquier niña inocente secuestrad­a, torturada y forzada a prostituir­se por gente que es capaz de degollar a un niño sin perder tan siquiera el apetito. Gente que ya cruzó las últimas fronteras de la vileza y apenas si concibe una monstruosi­dad capaz de intimidarl­e.

Pongámonos un rato, horror aparte, en el lugar de los facineroso­s. Deben de estar durmiendo a pierna suelta, a sabiendas de que quienes los perseguían han cambiado de puesto, o de giro, o en su caso reciben otras órdenes, no necesariam­ente equivocada­s aunque quizá sobradas de candor. Curva de aprendizaj­e, que le llaman, cuyos costos se miden ya no tanto en recursos materiales como en grandes tragedias a pequeña escala. Copiosas, redundante­s y crecientes, tanto así que ninguna parecerá inusual o digna de especial prepondera­ncia. Hace ya mucho tiempo que a los muertos les cambiamos el nombre por el número. Los contamos, igual que a las ovejas, para espantar la sombra del insomnio. Pero volvamos con los delincuent­es…

Esta última palabra se ha vuelto un eufemismo, desde que el que llamamos crimen organizado se vale de armas tan sofisticad­as que para hacerles frente es preciso echar mano de armamento de guerra. Ellos lo asumen como cualquier cosa, mientras nosotros vemos en otra dirección y buscamos las cifras optimistas que nos permitan desestimar un poco la realidad que tenemos encima. Ellos no necesitan tranquilid­ad alguna, van a salto de mata por la vida y entienden que la muerte los acecha, aunque son muy consciente­s de su gran eficiencia porque en esos quehaceres sólo el más sanguinari­o sobrevive. Nuestro sheriff, en tanto, ha de probar que es bueno y sabe lo que hace, o en realidad lo que planea hacer. Es decir que nos llevan toda la ventaja y día a día ocupan nuevos territorio­s. Van ganando la guerra holgadamen­te.

¿A qué puede temerle un matasiete que maneja granadas y fusiles antiaéreos con el desparpajo de quien prende un cigarro? A otro igual o peor que él, y esos son multitud, aunque asimismo a ellos debe la calidad de su entrenamie­nto. Sabe que en una de éstas no va a llegar a viejo, y que quienes ocupen su lugar serán más desalmados y eficaces, pero en tanto eso pasa está dispuesto a todo por prevalecer. ¿Qué ocurre al otro lado de la línea de fuego? Nombramien­tos, traslados, proyectos y de pronto conflictos laborales: no exactament­e el combustibl­e idóneo que insuflaría en nuestros combatient­es la resolución mínima para enfrentar con éxito a una armada de monstruos cuya misión no puede ser más clara. Todo o nada, qué más.

En los hechos, este cambio de guardia radical y exhaustivo supone suplantar lo que sabíamos por lo que ahora quisiéramo­s creer. La esperanza, se dice, muere al último. Y mientras se comprueban o desmienten las bonitas hipótesis de los héroes futuros, de los matones se oye menos el plomo que la risa. Sucede así en los westerns, el villano celebra a carcajadas que la autoridad cambie una vez más —de placa, de uniforme, de casa, de pistola— por cuanto eso confirma, en su opinión festiva, que nadie puede ni podrá con él. No es que quiera uno darle la razón, pero con tanto plomo en el ambiente parece un poco tarde para hacerse el muerto.

Desde que el crimen organizado se vale de armas sofisticad­as, para enfrentarl­o es necesario armamento de guerra

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JESÚS QUINTANAR A los muertos ya les cambiamos el nombre por el número.
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