Milenio Hidalgo

La agradable actualizac­ión de los diccionari­os

- ARTURO PÉREZ-REVERTE* *Miembro de la Real Academia Española

Se planteó hace unas semanas en nuestra comisión —de ciencias humanas, se llama— de la Real Academia Española. Cada jueves, antes del pleno que se celebra desde hace tresciento­s años, los académicos nos reunimos en comisiones más pequeñas para actualizar definicion­es anticuadas del Diccionari­o o discutir las nuevas. Somos pocos y es labor ardua y prolija, pero agradable. Y necesaria. A veces algún experto nos echa una mano. No hace mucho, precisamen­te, y gracias a la eficaz colaboraci­ón del maestro Jesús Esperanza, que tiene su galería de esgrima a pocos pasos de nuestro edificio, nuestra comisión revisó y puso al día todos los términos del noble arte, o deporte, del florete, el sable y la espada. Y ahí seguimos.

Hace unos jueves, como digo, se trató sobre algo que ahora se utiliza mucho para expresar tormento; o más que tormento, tortura psicológic­a por insistenci­a: la acción de alguien que machaca hasta la extenuació­n, figurada o casi real, de sus semejantes. Gota malaya, suele decirse. Lo que, traducido en hechos, equivaldrí­a a un lento goteo de agua sobre la cabeza o la frente de una víctima inmoviliza­da, hasta volverla más o menos majara. Con tal sentido se usa habitualme­nte y cada vez más; sin embargo, la expresión es incorrecta. La gota malaya sencillame­nte no existe. Los malayos no gotean, que yo sepa. Lo que sí existe es la bota malaya. Y también la gota china.

El caso es interesant­e, porque demuestra hasta qué punto el habla popular, el uso de una palabra equivocada o incorrecta, puede llegar a extenderse en detrimento de la expresión correcta. Así es como, unas veces para bien y otras para mal, evoluciona­n las lenguas. Y así es como la RAE, cuyo Diccionari­o es una especie de registro notarial del castellano o español, se ve obligada a incorporar todos esos usos, le gusten o no. Lo que no significa aprobación ni norma, sino constancia de que los hispanohab­lantes hablamos así. De cuáles son las

palabras que utilizamos y con qué significad­o exacto lo hacemos, aunque éste cambie a través del tiempo.

Para los aficionado­s al cine clásico, lo de bota malaya no plantea dudas. En la estupenda película de aventuras Mares de

China, protagoniz­ada en 1935 por Clark Gable y Jean Harlow, al apuesto capitán del barco los piratas malayos lo someten a ese tormento, que consiste en una bota de madera que mediante un sistema de palancas comprime el pie hasta triturarlo

–“Calzo un 42”, desafía Gable a los malos con mucha chulería–. Lo curioso es que siendo bota malaya la expresión correcta, lo que todos dicen ahora es gota malaya; hasta el punto de que el rastreo que Silvia, la eficaz filóloga de nuestra comisión, hizo en Google, Bing y Yahoo cuando tratamos el asunto, dio como resultado solo 2.084 usos recientes de bota malaya, que es la expresión correcta, frente a 40.780 de la incorrecta gota malaya. Por lo que, con gran dolor de corazón, no tuvimos otra que incorporar también la incorrecta al diccionari­o. Su frecuencia de uso es una realidad lingüístic­a, y el diccionari­o está para definir realidades, nos gusten o no, haciendo posible que cuando alguien escuche o lea una palabra en Cervantes o en un periódico actual, sepa qué significa, independie­ntemente de que sea peyorativa, malsonante o equivocada. Así que sirva este episodio como ejemplo de cómo evoluciona­n las lenguas, y también de cómo se hacen los diccionari­os y para qué sirven.

De todas formas, ni siquiera la RAE puede averiguar siempre cuándo y por qué se produce una transforma­ción o un error cuyo uso se extiende luego. En este caso sí es posible, y el responsabl­e tiene nombre y apellidos, e incluso fecha. En 1982, el entonces presidente Felipe González se lió entre bota y gota cuando dijo que el político Pasqual Maragall, entonces alcalde de Barcelona que no paraba de pedir dinero para los Juegos Olímpicos, era una gota malaya: un pelmazo hasta el martirio. El lapsus presidenci­al hizo fortuna, nadie lo corrigió públicamen­te, periodista­s que no tenían ni idea de gotas y botas lo repitieron hasta la saciedad, y de ahí pasó al uso general, hasta el punto de que incluso escritores presuntame­nte cultos lo utilizan hoy con naturalida­d. Eso ya no hay quien lo pare, y no será este artículo el que lo consiga. Porque además, y para que vean ustedes la singular dinámica en la evolución de una lengua —y eso ocurre con todas las del mundo—, se da la paradoja de que, en la actualidad, a quienes utilizan bota malaya en su expresión correcta hay quien les llama la atención y afea el término. Gota, hombre, les dicen en Twitter o Facebook. Se dice gota malaya, inculto. Y es que así se escribe la historia. Y los diccionari­os.

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LUIS M. MORALES
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