Engatusar
¡Mueran los intelectuales!”. Esto gritaba la gente en Atenas cuando juzgaban a Sócrates. También se decía de él, según cuenta Aristófanes en su comedia Las nubes: “Este charlatán desvía a la juventud de nuestras enseñanzas” y “ataca la religión”.
Sócrat es fue el primer filósofo condenado a muerte por sus ideas, por las palabras que decía porque ni siquiera tenía obra escrita. En la votación para decidir su condena, la pena de muerte ganó por una abrumadora mayoría pero, inmediatamente después de que el filósofo se bebiera su cuenco de cicuta, los atenienses se arrepintieron, “hasta el punto de que cerraron tanto palestras como gimnasios (….) y condenaron a muerte a Meleto”, según cuenta Diógenes Laercio en su libro Vidas y opiniones de los filósofos ilustres. Meleto era uno de los tres que acusaron y llevaron a juicio a Sócrates.
“Mueres injustamente”, le dijo Jantipa, su mujer, al filósofo, cuando estaba a punto de beberse la cicuta. “Acaso preferirías que fuera justamente”, le respondió Sócrates.
Este oscuro episodio de la historia de Occidente, ha seguido repitiéndose, de diversas maneras y con distintas intensidades, a lo largo del tiempo: el intelectual que molesta con sus ideas y el intolerante que quiere desactivarlo. El episodio se repite pero la figura de Sócrates, en nuestro trepidante siglo XXI, es por desgracia irrepetible.
Sócrates era un ciudadano incómodo, su diabólica dialéctica, que practicaba en la plaza pública y en el mercado, molestaba a la gente y a las autoridades, “hacía más fuerte el argumento más débil”, decía Aristófanes, y era muy hábil para persuadir y disuadir; su aguda inteligencia ponía a todos frente al espejo y eso no le gustaba a nadie.
“De los hombres todos el más sabio es Sócrates”, dice Querofonte que dijo el oráculo, y esta sentencia bastó para que la inteligencia de Atenas, que era mucha, se pusiera en contra del filósofo. A esa intolerancia que ha llegado intacta hasta nuestros días, habría que añadir la envidia.
La filosofía de Sócrates no partía de los
misterios del cosmos, ni de los de Dios, nacía de sus diálogos con el artesano, con el político y con el pescadero, no pretendía vislumbrar la verdad con discursos espectaculares ni con obras magistralmente escritas, le interesaba el diálogo, la discusión, razonarcon su interlocutor, nutrirse de lo que le decía la gente, esa era la fuentede su sabiduría, no necesitaba viajar como hacían otros filósofos, como hizo Platón, su alumno más famoso. Los viajes de Sócrates eran por las calles de Atenas y la vez que abandonó la ciudad fue enrolado en una campaña militar donde, por cierto, fue condecorado. Aquella condecoración se la regaló a Alcíbades, un muchacho del que Sócrates, según apuntó con malicia Aristipo de Cirene, estaba enamorado.
Sócrates era tan feo que Nietzsche se preguntaba si de verdadera griego; el filósofo parecía un mendigo, iba descalzo por la calle y en más de una ocasión las víctimas de su afilada dialéctica lo golpeaban, y se extrañaban porque el filósofo no paraba de reírse. Comía frugalmente y “bebía con más gusto lo que no le hacía esperar otra bebida”, nos cuenta Diógenes Laercio; el ejercicio físico, que practicaba con mucha disciplina, lo mantenía fuerte y saludable, tanto que siempre resistió las epidemias que atacaban cíclicamente a Atenas; huía de la abundancia material,
“de cuántas cosas no tengo necesidad”, decía; no cobraba por sus enseñanzas como hacían otros filósofos y de Platón, a quien debemos que éstas no desaparecieran después de su muerte, dijo: “¡Qué montón de mentiras cuenta de mí ese jovenzuelo!”.
Cuando era viejo le dio por aprender a tocar la lira y bailaba como método para resolver algún conflicto, como lo haría, muchos siglos después, Zorba el griego. Una vez le preguntaron si había que casarse o no, a lo que el filósofo respondió: “de cualquiera de las dos cosas que hagas te arrepentirás”. Se casó con Jantipa, con quien tuvo a su hijo Lamprocles, y también tuvo hijos con Mirto: Sofronisco y Menéxeo; no tanto por promiscuo como por obediencia a un decreto del gobierno que pedía a los atenienses que, aunque estuvieran casados con una mujer, tuvieran hijos con otras para subsanar una crisis de población que amenazaba a la ciudad. Jantipa era de armas tomar, de pronto aparecía en la plaza o en el mercado e interrumpía los ejercicios dialécticos de su marido jalándole salvajemente las barbas y los cabellos, o lanzándole un escupitajo, no se sabe bien por qué razón, quizá por su relación con Mirto.
Sócrates buscaba la verdad por medio del diálogo, a fuerza de preguntas, mientras los sofistas se dedicaban a deslumbrar, a emocionar, a engatusar con su atractivo estilo; confundían la verdad con el éxito de su discurso y este es un planteamiento que ha llegado intacto hasta el siglo XXI, donde el discurso atractivo, pero no verdadero, hermoseado hasta la náusea por la pantalla, ha desterrado cualquier intento dialéctico. Lo que hacía Sócrates en Atenas requiere de la reflexión, de la conversación, del intercambio de ideas, actividades que necesitan un tiempo que ya nadie tiene, o mejor, que ya nadie quiere invertir en eso. En la multitud virtual que ofrece la pantalla, se disuelve la famosa sentencia que se atribuye al filósofo: “conócete a ti mismo”. De Sócrates, ya ni eso nos queda.