El punto de inflexión
¿
Cuál error?”, le espetó López Obrador a quien lo cuestionó sobre el desastre en Culiacán, antes de evidenciar sus verdaderas prioridades: “Ese es el punto de vista de nuestros adversarios y de la prensa opositora”, dijo. Cuando luego le preguntaron si, ante la muy fallida incursión de Durazo y sus subsecuentes mentiras al tratar de encubrir su pifia, pediría la renuncia del secretario de Seguridad, contestó así: “Eso quisieran nuestros adversarios, los conservadores”. Ojalá el Presidente le dispensara la mitad de esa enjundia a los capos, a quienes en vez trata con una reverencia “cristiana y humanista”, como le agradecieron los supuestos abogados del Chapo.
López Obrador se encontraba incomunicado en medio de la refriega, así como cuando Trump lo llamó para ver qué tanto se había podrido su encarguito de extraditarle a Iván Archivaldo y a Ovidio Guzmán. Es difícil explicar cómo, ante una conflagración narcoterrorista que consumía por todo lo alto a la capital de Sinaloa, el Presidente decidió que sería una estupenda idea desentenderse yéndose a Oaxaca en avión comercial a pasearse por un par de hospitales rurales y a que unos niños le cantaran unos panegíricos que no los tiene ni Kim Jong-un.
Esta no es la primera ni la más sangrienta de las puestas en escena de los cárteles en México. El incendio en Monterrey del Casino Royale, la ejecución de los 72 migrantes cerca de
San Fernando, Tamaulipas, la desaparición del pueblo entero de Allende, Coahuila, y los 42 muertos que dejó la incursión del Ejército en Tanhuato, Michoacán, vienen, entre otras, a la mente. Pero es la primera vez que éstas no se dan como venganza, como respuesta a un ataque o enfrentamiento o como retribución ante la falta de pago de alguna extorsión: esta vez los capos amenazaron frontalmente al Estado mexicano, tomando de rehén a la población civil y amenazando masacrarla —por ejemplo, habilitando como bombas pipas de gasolina y llevándolas al centro de la unidad habitacional donde viven las familias de los soldados— de no lograr sus demandas inmediatas; aquí, la liberación de Ovidio Ratón Guzmán, hijo del Chapo y de Griselda López, su ex esposa favorita. Iván Archivaldo, su colega y medio hermano, quizá también involucrado en la refriega del jueves pasado, habría acudido a pesar de sus mutuas rencillas con El Mayo para entre ambos rescatar al Ratón.
Ante esa disyuntiva, quizá sea comprensible el alegato del Presidente cuando dijo que no tenía otro remedio que soltar al júnior. Pero ese dilema imposible no llegó solito, sino que fue gestado en toda su ineptitud y soberbia por sus subalternos y bajo sus órdenes. Repetir que lo hizo “para lograr la paz” es un despropósito: la consecuencia del precedente va a ser todo menos la paz.
Cuando, luego de que quedara clarísimo lo fácil que es doblar a este Presidente apuntándole al blanco del ojo a los ciudadanos, López Obrador tuvo la caradura de afirmar que debíamos agradecerle la tranquilidad espiritual que, habiendo capitulado México, nos embarga a todos.
Y apenas va el primer año.
El dilema de la liberación no llegó solito; fue gestado por la ineptitud de los subalternos