Ella ya no estaba ahí
Veía en la pantalla Una familia de diez, pero ella ya no estaba ahí. Me senté a su lado y no volteó cuando le di la mano. ¿Ignoró mi presencia por dolor a reconocerme o simplemente no sintió el contacto? Me paré frente a su cuerpo a manera de adiós. Miró mi cara por fin, pero ella ya no estaba ahí. Era el horror. Me arrepiento de haber obligado esa visión. En sus ojos vi asomándose a gente muerta de su pasado. Ella no estaba ahí, y como no era ella me fui.
Falleció a los tres días al lado de mi hermano durante un sueño que mamá le indujo con narcóticos. Mi hermano lo confirma: “ya no estaba ahí, no era ella”. Murió soñando un sueño ajeno tras haber servido durante dos años y medio a todos esos fantasmas de nuestra sangre (algunos dulces, otros iracundos) que la habitaron durante su demencia.
Mi abuela se llamó María Rosa, pero dejó de responder a su nombre y esa desmemoriada mujer vieja ya no me supo su nieto. Había dejado de estar ahí mucho antes de morir y esa existencia suya desencajada del tiempo y de la realidad conocida jamás pude definirla: cada vez que lo intenté, las palabras sueltas que surgían se negaban a ser articuladas: asfixia, desesperación, angustia, miedo, olvido, dolor y desconcierto.
Y ella ya no estaba ahí, se había convertido en eso: en fragmentos de sufrimiento, en pedazos rotos de interminable tristeza que se colisionaban unos contra otros caóticos e hirientes dentro de un cuerpo cada vez más doblado, cada vez más débil, cada vez más lento. Siempre me inquietó la idea de que su piel siguiera oxidándose; nada en su superficie de 96 años era rosa ni liso: llagas, raspaduras y negras protuberancias.
No estaba enferma: solo un día se apagó la energía que entre sus nervios conectaban asfixia, desesperación, angustia, miedo, olvido, dolor y desconcierto. Porque ella ya no estaba ahí. Lo que murió fue eso: una siniestra maquinaria sensual al servicio del sufrimiento controlada por toda la gente muerta en su ascendencia que por rachas la habitaban para enternecerla o atormentarla y siempre abandonarla en un llanto incontrolable que cubría su cara y piernas de agua.
No llegué a tiempo para ver su cadáver; se lo llevó la funeraria antes de que pudiera recorrer el trayecto que separa el Bosque de Tlalpan de la Alberca Olímpica. Tuvieron que quemarlo inmediatamente a causa de la peste. Pero ella ya no estaba ahí, y siento inmenso consuelo en saber que esa otra cosa en que mi abuela se había convertido no está tampoco.
Se había convertido en eso: en fragmentos de sufrimiento, en pedazos rotos de interminable tristeza