¿Pragmatismo? No, vetusta ideología nada más
Parecía ya terminada la controversia sobre los modelos de sociedad — determinados por los sistemas económicos y las ideologías— para reconocer, globalmente, la preeminencia de la democracia liberal y las bondades del libre mercado. Es más, Francis Fukuyama publicó inclusive un ensayo que intituló “El fin de la Historia y el último hombre” como una suerte de metáfora del orden mundial que comenzaría a imperar luego de la caída de los gobiernos comunistas: las anteriores luchas de la humanidad —guerras sangrientas y cruentas revoluciones incitadas por insalvables diferencias ideológicas— ya no tendrían lugar en un mundo en el que los individuos, al ver satisfechas sus necesidades gracias a la actividad económica, no se sentirían llevados a enfrentarse violentamente.
Cuba y Corea del Norte seguirían existiendo (de hecho, ahí están todavía) pero serían una aberrante excepción. Las naciones se someterían universalmente a tres potestades básicas: la preponderancia del referido libre mercado, el predominio de un gobierno representativo y la plena supremacía de los derechos jurídicos, es decir, el imperio de las leyes. Dicho en otras palabras, el fin del Estado arbitrario y rapaz. Y la entera validación de las garantías de las personas y de los derechos de propiedad.
Pues, miren ustedes, no han ido por ahí las cosas. Lo que parecía un razonable pronóstico en 1992 se volvió una realidad muy diferente al aparecerse en el escenario los caudillos populistas, los demagogos, los fervorosos restauradores de antiguos ensueños, los enemigos de la globalización y, sobre todo, los emisarios de una izquierda que creíamos desaparecida por trasnochada y antidemocrática.
Y aquí estamos, hoy, con una Venezuela hecha pedazos (literalmente, aunque las jeremiadas de nuestros quejicas hayan ido también por ahí y que resonara en estos pagos, en tiempos de Peña y Calderón, el tremebundo enunciado de que México estaba, pues sí, “hecho pedazos”), con varios países de nuestro subcontinente liderados por destructivos caciques y con la resaca, todavía encima, de un Trump que carecía de la más mínima vocación democrática, por no hablar de su profundo desprecio a la legalidad, y que amenaza con volver a enseñar los colmillos este fin de semana.
O sea, que el debate sigue en estos mismos momentos, aderezado de las consabidas etiquetas — nuestro país vuelve vivir el añejo enfrentamiento entre “liberales” y “conservadores”, espoleado cada mañana desde el palacio presidencial (y con los papeles un tanto confusos en tanto que los custodios de la vuelta al pasado no serían los opositores al régimen de la 4T sino los propios gobiernistas en su autodesignado papel de “transformadores”)— y trasmutado en políticas públicas como la recién proclamada contrarreforma eléctrica.
No, la Historia no ha llegado a su fin.