Mirando paradojas
Imaginar que uno viaja al pasado y modifica todas aquellas cosas de las cuales suele lamentarse en el presente, las decisiones indebidas, los impulsos insensatos, las elecciones equivocadas, representa un desgraciado anhelo que nada más contiene su paradójica imposibilidad. Solo puede imaginarse cambiar el pasado mientras este siga siendo aquel que fue. De transformarse, ni siquiera sería posible pensar que ha de cambiar.
Los adjetivos de magnitud conducen a la infelicidad porque son inexactos. Las paradojas llevan a la perplejidad porque son insolubles. El viejo diccionario las define como una especie extraña al sentido común. El nuevo catálogo como una figura de pensamiento ajena a la lógica porque emplea contradicción. Sin embargo la poesía y los sueños se extienden al respecto, desde la rosa de Coleridge celebrada por Borges, donde a un hombre que atraviesa el paraíso le dan una flor como prueba de ello y al despertar la encuentra en su mano, hasta la certeza de Shelley de que todos los poemas son trozos de un solo poema infinito o la afirmación de Whitman de contradecirse por contener en sí mismo multitudes. Los latinos llamaron cohabitación a la paradoja: siempre hay locos en la casa y la imaginación es uno de ellos.
Se sabe la paradoja del abuelo y el nieto que viaja al pasado para matar al padre de su progenitor y evitar así su propio engendramiento. Si lo logra nunca habrá nacido, no podrá retroceder en el tiempo y eliminarlo. O la de la pandemia, donde alguien marcha hasta encontrar al paciente cero e impide su contagio. Entonces ni la peste ni los motivos que lo llevan a frenarla existirían.
El pensamiento oriental resuelve este razonamiento circular con el contentamiento, una aceptación de lo que hay para transformarlo no desde atrás sino hacia adelante, o con el trabajo en lo echado a perder, prometedor nombre de un hexagrama del I Ching.
Solo puede imaginarse cambiar el pasado mientras este siga siendo aquel que fue