Siendo todos lenguaje / I
La primera línea de El Dhammapada budista dice: “Somos lo que pensamos”. Dado que pensamos en palabras, esencialmente somos lenguaje. Jehová pronuncia su resonante “Hágase la luz” y después muestra todas las creaturas vivientes a Adán pidiéndole que les ponga nombre.
¿Por qué el omnipotente dios judeocristiano necesita decir para que su acto se haga y el ser de su creación nombrar para que el drama del Génesis concluya? Dicha matriz fonética sostiene la cosmogonía divina y su origen, como también lo hacen otros dos libros fundacionales de la cultura occidental. “Canta, oh diosa”, abre la Ilíada, subrayando la voz como un hecho originador. “Cuéntame, musa”, principia la Odisea, apelando al acto primario de la palabra.
El poder poético es el poder de hacer que ocurran cosas como los “actos de Dios”. Por ello en griego la palabra poesía (lenguaje cargado de sentido a su máxima capacidad) significa “hacer que ocurra algo extraordinario”. Robert Graves observa que los escoceses utilizan la palabra maker (el que hace) para nombrar al poeta. La gramática de la pertenencia mutua nació en las hordas primordiales, aquellas incubadoras parlanchinas que dieron origen a lo humano mediante el lenguaje. “La Palabra produjo todos los objetos y todas las cosas por su nombre Uno”, afirma el Sepher Yetsirah, místico libro judío de la creación. Es el símbolo del Logos, del vocablo instaurador del sentido. No resulta así inesperada la conclusión del filósofo moderno: “El lenguaje es la casa del ser”.
Las palabras contienen perspectivas, correspondencias. De ahí que los términos que nos decimos a nosotros mismos, empleamos para definir lo que nos rodea o utilizamos al referirnos a los otros sean la raíz del entendimiento. El nombre afecta la forma de la percepción y toda inteligencia (aun la abstracta al comunicarse) es lingüística. Degradar el lenguaje significa degradar al ser.
El nombre afecta la forma de la percepción y toda inteligencia es lingüística