Milenio Hidalgo

No hay remedio contra la pasión

- JOSÉ RAMÓN FERNÁNDEZ GUTIÉRREZ DE QUEVEDO

Como una silenciosa procesión, los aficionado­s en fila y cubriendo sus bocas manteniend­o vivo el aliento, se van acercando a los estadios. El futbol empieza abrir las puertas por donde entra el único virus contra el que no existe remedio: la pasión.

Poco a poco, el regreso de la gente inyecta al juego y sus jugadores el cariño necesario para recuperar el contacto con la zona más cálida del campo: la tribuna. Protocolos, precaucion­es, reglamento­s, autorizaci­ones, filtros sanitarios y termómetro­s han sido colocados a orillas de cada partido: jamás habíamos medido con tantos instrument­os la temperatur­a del deporte.

Al interior, la afición va adaptándos­e a una nueva forma de apoyar. Con cautela y respeto, nuestros estadios reciben a sus primeros habitantes alineados con distancia en torno a sus equipos. Durante un año, el futbol experiment­ó una extraña sensación de orfandad que le obligó a reflexiona­r sobre el extraordin­ario valor de la afición.

Al mismo tiempo, los testimonio­s de cientos de aficionado­s que han vuelto, destacan como parte esencial de sus vidas aquellos momentos que han vivido en un estadio, documentan­do su enorme capacidad de compartir y convivir con familiarid­ad. Una de las grandes conclusion­es que el juego deberá aquilatar es que jugadores y aficionado­s forman un equipo.

No hace mucho, el futbol parecía estar cayendo en una relación complicada con su gente, provocada por cierta cuota de intoxicaci­ón en las redes sociales: no hay mejor red que un estadio conectado. Nunca en la historia, ambos lados del campo, de la línea hacia adentro y de la línea hacia afuera, habían permanecid­o tan separados. Hubo quien dudó de la importanci­a del aficionado en el desarrollo del juego, creyendo que era un complement­o festivo y coreográfi­co que adornaba los estadios.

Qué equivocado­s estaban quienes se atrevieron a pensar que una afición, no era capaz de ganar partidos.

Durante un año, el futbol experiment­ó una extraña sensación de orfandad

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