No hay remedio contra la pasión
Como una silenciosa procesión, los aficionados en fila y cubriendo sus bocas manteniendo vivo el aliento, se van acercando a los estadios. El futbol empieza abrir las puertas por donde entra el único virus contra el que no existe remedio: la pasión.
Poco a poco, el regreso de la gente inyecta al juego y sus jugadores el cariño necesario para recuperar el contacto con la zona más cálida del campo: la tribuna. Protocolos, precauciones, reglamentos, autorizaciones, filtros sanitarios y termómetros han sido colocados a orillas de cada partido: jamás habíamos medido con tantos instrumentos la temperatura del deporte.
Al interior, la afición va adaptándose a una nueva forma de apoyar. Con cautela y respeto, nuestros estadios reciben a sus primeros habitantes alineados con distancia en torno a sus equipos. Durante un año, el futbol experimentó una extraña sensación de orfandad que le obligó a reflexionar sobre el extraordinario valor de la afición.
Al mismo tiempo, los testimonios de cientos de aficionados que han vuelto, destacan como parte esencial de sus vidas aquellos momentos que han vivido en un estadio, documentando su enorme capacidad de compartir y convivir con familiaridad. Una de las grandes conclusiones que el juego deberá aquilatar es que jugadores y aficionados forman un equipo.
No hace mucho, el futbol parecía estar cayendo en una relación complicada con su gente, provocada por cierta cuota de intoxicación en las redes sociales: no hay mejor red que un estadio conectado. Nunca en la historia, ambos lados del campo, de la línea hacia adentro y de la línea hacia afuera, habían permanecido tan separados. Hubo quien dudó de la importancia del aficionado en el desarrollo del juego, creyendo que era un complemento festivo y coreográfico que adornaba los estadios.
Qué equivocados estaban quienes se atrevieron a pensar que una afición, no era capaz de ganar partidos.
Durante un año, el futbol experimentó una extraña sensación de orfandad