Nomadismo sistémico
Hay una especie de gran paradoja en la existencia de un sistema que se organiza como negación de sí mismo, en el sentido que postulara Margaret Thatcher en su papel de impulsora del neoliberalismo: “La sociedad no existe, sólo existen los individuos”. De esa negación de lo colectivo y el correspondiente investimento del individuo como única realidad se estructura toda una serie de prácticas, relaciones, modos de producción, distribución de riqueza y demás. Para ser un sistema que en sus postulados abjura de su propia vocación sistémica, el neoliberalismo ha mostrado una gran tenacidad, capacidad de adaptación, de recurrir abiertamente a la violencia cuando sea necesario, y de poder presentarse tanto bajo el manto de las predecibles opciones de derecha, como igualmente bajo el de opciones que se autoidentifican con la izquierda, que en los hechos no hacen sino reproducir y sostener los elementos más constitutivos del programa neoliberal, incluso si como parte de su retórica se pretende combatirlo.
Es ante este panorama inescapable que se producen de manera más o menos voluntaria los esfuerzos por bajarse del sistema como intento por sobrevivir en él, como sucede con las comunidades itinerantes retratadas en el libro País nómada, de Jessica Bruder, en el cual está basada la película multipremiada Nomadland, protagonizada por Frances McDormand. Como dice en la película su personaje Fern, cuestión que McDormand ha resaltado en múltiples entrevistas al respecto, en el caso de estas comunidades de personas que se agrupan para vivir juntas en ninguna parte, durmiendo, comiendo y haciendo sus necesidades ya sea en casas rodantes, o de plano en camionetas acondicionadas para vivir en ellas, no es que no tengan hogar, sino que no tienen casa, que no es exactamente lo mismo. Y si la vida en la carretera, adoptando trabajos temporales mal pagados y humillantes en grandes corporaciones como Amazon y Wal-Mart, es sumamente dura y desafiante, esa misma dureza opera como comentario de lo que piensan de la vida que les ofrecería la plena inserción en aquel sistema cuya pretendida inexistencia constituye una de las mayores ventajas ideológicas (y prácticas) para los individuos, esos sí de carne y hueso, que se benefician para torcer las (no) reglas en su beneficio.
Sin embargo, cualquier dejo de romanticismo frente a la innegable libertad de espíritu implicada en el experimento de las comunidades de casas rodantes nómadas se ve atenuado por el ineludible trasfondo de necesidad que lo alienta. Pues por épico que resulte negarse a entrar en las fauces de una trituradora, mejor sería no tener que recurrir a una opción tan extrema con tal de procurar evitarlo. Al final, el diagnóstico de Thatcher resultó ser una profecía autocumplida. Así que renunciar a actuar esa versión automatizada del individuo, incluso como miembro de comunidades que subsisten de las maneras más precarias, es un pequeño acto de cordura frente a la esquizofrenia ontológica bajo la cual transcurre la existencia contemporánea.
El neoliberalismo ha mostrado capacidad de adaptación, de recurrir a la violencia cuando sea necesario