Milenio Hidalgo

Nomadismo sistémico

- EDUARDO RABASA

Hay una especie de gran paradoja en la existencia de un sistema que se organiza como negación de sí mismo, en el sentido que postulara Margaret Thatcher en su papel de impulsora del neoliberal­ismo: “La sociedad no existe, sólo existen los individuos”. De esa negación de lo colectivo y el correspond­iente investimen­to del individuo como única realidad se estructura toda una serie de prácticas, relaciones, modos de producción, distribuci­ón de riqueza y demás. Para ser un sistema que en sus postulados abjura de su propia vocación sistémica, el neoliberal­ismo ha mostrado una gran tenacidad, capacidad de adaptación, de recurrir abiertamen­te a la violencia cuando sea necesario, y de poder presentars­e tanto bajo el manto de las predecible­s opciones de derecha, como igualmente bajo el de opciones que se autoidenti­fican con la izquierda, que en los hechos no hacen sino reproducir y sostener los elementos más constituti­vos del programa neoliberal, incluso si como parte de su retórica se pretende combatirlo.

Es ante este panorama inescapabl­e que se producen de manera más o menos voluntaria los esfuerzos por bajarse del sistema como intento por sobrevivir en él, como sucede con las comunidade­s itinerante­s retratadas en el libro País nómada, de Jessica Bruder, en el cual está basada la película multipremi­ada Nomadland, protagoniz­ada por Frances McDormand. Como dice en la película su personaje Fern, cuestión que McDormand ha resaltado en múltiples entrevista­s al respecto, en el caso de estas comunidade­s de personas que se agrupan para vivir juntas en ninguna parte, durmiendo, comiendo y haciendo sus necesidade­s ya sea en casas rodantes, o de plano en camionetas acondicion­adas para vivir en ellas, no es que no tengan hogar, sino que no tienen casa, que no es exactament­e lo mismo. Y si la vida en la carretera, adoptando trabajos temporales mal pagados y humillante­s en grandes corporacio­nes como Amazon y Wal-Mart, es sumamente dura y desafiante, esa misma dureza opera como comentario de lo que piensan de la vida que les ofrecería la plena inserción en aquel sistema cuya pretendida inexistenc­ia constituye una de las mayores ventajas ideológica­s (y prácticas) para los individuos, esos sí de carne y hueso, que se benefician para torcer las (no) reglas en su beneficio.

Sin embargo, cualquier dejo de romanticis­mo frente a la innegable libertad de espíritu implicada en el experiment­o de las comunidade­s de casas rodantes nómadas se ve atenuado por el ineludible trasfondo de necesidad que lo alienta. Pues por épico que resulte negarse a entrar en las fauces de una triturador­a, mejor sería no tener que recurrir a una opción tan extrema con tal de procurar evitarlo. Al final, el diagnóstic­o de Thatcher resultó ser una profecía autocumpli­da. Así que renunciar a actuar esa versión automatiza­da del individuo, incluso como miembro de comunidade­s que subsisten de las maneras más precarias, es un pequeño acto de cordura frente a la esquizofre­nia ontológica bajo la cual transcurre la existencia contemporá­nea.

El neoliberal­ismo ha mostrado capacidad de adaptación, de recurrir a la violencia cuando sea necesario

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