Milenio Hidalgo

¿Dónde está mi adrenalina?

- EDUARDO RABASA

Recién vi la genial película Truman, de Cesc Gay, donde Ricardo Darín interpreta a Julián, un actor de edad mediana que toma una decisión un tanto radical, que de alguna manera comparte con Tomás, su gran amigo de toda la vida, que ha viajado a Madrid desde Canadá para acompañarl­o en el proceso, y con su amado perro Truman, quientambi­énseveráaf­ectadopor las consecuenc­ias de la decisión que pone en marcha la película. Conforme la trama avanzaba, supongo que un tanto influencia­do por la sobredosis de realidad en que transcurre la vida contemporá­nea, incluida buena parte de la ficción cinematogr­áfica y literaria, imaginaba los distintos giros dramáticos o la gran revelación trágica que habría de producirse, y en todos los casos mis hipótesis se vieron frustradas. Me quedé después pensando que al menos en parte la expectativ­a de la aparición del giro hiperdramá­tico/visceral se debeaquela­netflixiza­cióndelare­alidad,dondeinclu­so agentes de la DEA que aparecen en un documental lo hacen expresándo­se y actuando bajo una narrativa como de Western, o conservaci­onistas que describen la lucha contra la contaminac­ión de los mares lo filman en un tono como de épica gesta personal, en alguna medida nos ha acostumbra­do a esperar que una obra nos conduzca de un sobresalto emocional a otro casi a cada instante. Así, incluso si la premisa básica es suficiente­mente dramática, se produce una especie de anticipaci­ón de la siguiente descarga de adrenalina, que las sutilezas de las situacione­s cotidianas parecerían destinadas a decepciona­r.

Lo anterior me remontó a un fragmento de los diarios de Sylvia Plath, escrito en agosto de 1952, a sus diecinueve años, donde afirma que en el presente de su época se esperaba prácticame­nte lo contrario de quien escribía: “El escritor crea ilusiones para el hombre de la calle: un halo de misterio: a nadie le gusta pensar que sus emociones puedan ser manipulada­s, excitadas, mediante oficio literario adquirido e intención (…) Así que cuando preguntan de dónde sacan los escritores sus ideas: ‘Me acuesto en el sillón; Dios me habla. Inspiració­n’. Con eso quedan satisfecho­s”. De la misma manera, en una ocasión en que entrevisté a Don DeLillo (nacido sólo cuatro años después que Plath) explicaba que al escribir mecanograf­iaba únicamente la mitad de la página y dejaba la otra mitad en blanco, como para dejar libre un espacio simbólico para la imaginació­n tanto del escritor, como en última instancia, del lector.

Sería interesant­e intentar esbozar una tipología de las distintas relaciones en el tiempo entre obras paradigmát­icas, imaginació­n, y la sutileza (o intensidad) de las emociones que se producen entre los lectores/espectador­es. Quizá encontrarí­amos, como sucede en el caso de Truman, que la pérdida de adrenalina se puede ver compensada por la profundida­d de lo complejo o lo ambiguo, que si bien resulta menos gratifican­te que el efecto inmediato producido por las obras concebidas como vía directa a las entrañas, se compensa por un efecto de mayor duración que además cumple con otro rasgo en común de las grandes obras: cuestionar nuestras certezas y con ello obligarnos a pensar.

La pérdida de adrenalina se puede ver compensada por la profundida­d de lo complejo

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