¿Dónde está mi adrenalina?
Recién vi la genial película Truman, de Cesc Gay, donde Ricardo Darín interpreta a Julián, un actor de edad mediana que toma una decisión un tanto radical, que de alguna manera comparte con Tomás, su gran amigo de toda la vida, que ha viajado a Madrid desde Canadá para acompañarlo en el proceso, y con su amado perro Truman, quientambiénseveráafectadopor las consecuencias de la decisión que pone en marcha la película. Conforme la trama avanzaba, supongo que un tanto influenciado por la sobredosis de realidad en que transcurre la vida contemporánea, incluida buena parte de la ficción cinematográfica y literaria, imaginaba los distintos giros dramáticos o la gran revelación trágica que habría de producirse, y en todos los casos mis hipótesis se vieron frustradas. Me quedé después pensando que al menos en parte la expectativa de la aparición del giro hiperdramático/visceral se debeaquelanetflixizacióndelarealidad,dondeincluso agentes de la DEA que aparecen en un documental lo hacen expresándose y actuando bajo una narrativa como de Western, o conservacionistas que describen la lucha contra la contaminación de los mares lo filman en un tono como de épica gesta personal, en alguna medida nos ha acostumbrado a esperar que una obra nos conduzca de un sobresalto emocional a otro casi a cada instante. Así, incluso si la premisa básica es suficientemente dramática, se produce una especie de anticipación de la siguiente descarga de adrenalina, que las sutilezas de las situaciones cotidianas parecerían destinadas a decepcionar.
Lo anterior me remontó a un fragmento de los diarios de Sylvia Plath, escrito en agosto de 1952, a sus diecinueve años, donde afirma que en el presente de su época se esperaba prácticamente lo contrario de quien escribía: “El escritor crea ilusiones para el hombre de la calle: un halo de misterio: a nadie le gusta pensar que sus emociones puedan ser manipuladas, excitadas, mediante oficio literario adquirido e intención (…) Así que cuando preguntan de dónde sacan los escritores sus ideas: ‘Me acuesto en el sillón; Dios me habla. Inspiración’. Con eso quedan satisfechos”. De la misma manera, en una ocasión en que entrevisté a Don DeLillo (nacido sólo cuatro años después que Plath) explicaba que al escribir mecanografiaba únicamente la mitad de la página y dejaba la otra mitad en blanco, como para dejar libre un espacio simbólico para la imaginación tanto del escritor, como en última instancia, del lector.
Sería interesante intentar esbozar una tipología de las distintas relaciones en el tiempo entre obras paradigmáticas, imaginación, y la sutileza (o intensidad) de las emociones que se producen entre los lectores/espectadores. Quizá encontraríamos, como sucede en el caso de Truman, que la pérdida de adrenalina se puede ver compensada por la profundidad de lo complejo o lo ambiguo, que si bien resulta menos gratificante que el efecto inmediato producido por las obras concebidas como vía directa a las entrañas, se compensa por un efecto de mayor duración que además cumple con otro rasgo en común de las grandes obras: cuestionar nuestras certezas y con ello obligarnos a pensar.
La pérdida de adrenalina se puede ver compensada por la profundidad de lo complejo