Doris Lessing dice
Gil encontró un juguete brevísimo: “No ganar el Premio Nobel”, discurso de la autora británica (1919-2013) al recibir precisamente el Premio Nobel del año 2007. Gil reunió algunos subrayados y los arrojó a esta página
Gil cerraba la semana mordido por el tedio. Siempre que empiezan las campañas políticas Gamés sufre un raro spleen baudeleriano a la mexicana que consiste, por ejemplo, en ver televisión como si se tratara del aleph, o como si lo encerraran en la realidad y lo condenaran a oír y ver las cosas más estúpidas del mundo. En ésas andaba cuando al pasar por uno de sus libreros encontró un breve libro, pequeño, un juguete brevísimo: “No ganar el premio Nobel”, discurso de Doris Lessing (1919-2013) al recibir precisamente el Premio Nobel del año 2007. Gil reunió algunos subrayados y los arrojó a esta página del directorio de su periódico MILENIO.
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Vivimos en una cultura fragmentada, en la que nuestras certezas de hace tan sólo unas décadas se ponen en entredicho y en la que suele ser común que los hombres y las mujeres jóvenes, tras años de educación, no sepan nada del mundo, no hayan leído nada, sólo sepan de una u otra especialidad, por ejemplo, de computadoras.
Hemos vivido un invento increíble: las computadoras, Internet y la televisión. Se trata de una revolución. No es la primera revolución a la que se enfrenta la raza humana. La revolución de la imprenta, que no se produjo en el curso de unas pocas décadas, sino que se prolongó mucho más, transformó nuestra mente, nuestra forma de pensar. Temerarios como somos, la aceptamos plenamente, e igual que hacemos siempre, nunca nos preguntamos: ¿qué sera de nosotros ahora, con esta revolución de la imprenta? Del mismo modo, nunca se nos ha ocurrido preguntar: cómo cambiará nuestra vida, nuestra forma de pensar, esta Internet que ha seducido tanto a una generación entera que incluso personas muy razonables confiesan que, cuando se enganchan, les es muy difícil zafarse de la computadora y al final descubren que se les ha ido el día en blogs y cosas parecidas.
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La escritura, los escritores, no surgen de casas sin libros. He repasado los discursos de algunos de sus recientes galardonados. Tomemos al magnífico Pamuk. Dijo que su padre tenía 500 libros. Su talento no salió del aire, Pamuk estaba conectado con la gran tradición.
Tomemos a V. S. Naipaul. Menciona que todas las vedas hindués estaban muy presentes en la memoria de su familia. Su padre lo alentó a escribir, y cuando viajó a Inglaterra frecuentó la Biblioteca Británica, de modo que estuvo cerca de la gran tradición.
Tomemos a John Coetzee. No sólo estaba cerca de la gran tradición, él era la tradición: enseñaba literatura en Ciudad del Cabo.
Para escribir, para hacer literatura tiene que haber un vínculo estrecho con las bibliotecas, con los libros, con la Tradición.
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Hace muy poco, todo el mundo, incluso quienes tenían una formación somera, respetaba el saber, la educación y nuestro gran acervo de literatura. Sí, todos sabemos que cuando vivíamos en ese feliz estado la gente fingía que leía, fingía que respetaba el saber (…) La lectura, los libros formaban parte de la educación general. Las personas mayores, al hablar con los jóvenes, deben entender en qué medida la lectura era una educación, porque los jóvenes saben mucho menos. Y, si los niños no saben leer, es porque no han leído.
Todos sabemos esta triste historia. Sin embargo, no sabemos su final. Pensamos en la vieja máxima, “la lectura llena al hombre”; y, dejando de lado chistes relacionados con el sobrepeso, la lectura llena a la mujer y al hombre de información, de historia, de toda clase de conocimientos.
“Para escribir, para hacer literatura tiene que haber un vínculo estrecho con las bibliotecas”
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Tenemos un legado de historias, de cuentos, de algunos de los cuales conocemos el nombre, pero otros no. Los contadores de historias se remontan cada vez más en el pasado, hasta el calvero de un bosque en el que arde una gran hoguera y en la que los viejos chamanes bailan y cantan; porque nuestro patrimonio de historias empezó en el fuego, la magia, el mundo de los espíritus. Y ahí es donde se conservan.
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Como todos los viernes de pandemia, Gil toma la copa consigo mismo. Mientras deja caer un chorro de Glenfiddich sobre un vaso corto, repetirá en voz alta las palabras de Montesquieu: “Hay que estudiar mucho para saber poco”.
Gil s’en va