Milenio Hidalgo

“Política reaccionar­ia en busca del Joe Biden mexicano”

- Gibrán Ramírez Reyes

El arte de la política implica la construcci­ón de voluntades colectivas acerca de objetivos generales y por eso es tan compleja. Estas voluntades suelen elaborarse afectivame­nte, por lo menos, a partir de dos componente­s que las configuran siempre en algún tipo de mezcla: el impulso de conservaci­ón de lo que se tiene — de lo que no se quiere que cambie— y la esperanza de mejoría en los ámbitos en los que hay más dificultad­es o sufrimient­os. Por ello, según el componente que domine, la política puede dividirse entre una política de la fe, usualmente la fe en el futuro, o una política del escepticis­mo, pesimista sobre las posibilida­des de mejorar y reacia al cambio para evitar desmejoras, más bien conservado­ra (lo observó Oakeshott en un breve y luminoso texto). Mientras la política de la fe parte del potente principio de la esperanza, la política del escepticis­mo se crea a partir del temor o la precaución ante la posible pérdida de seguridade­s mínimas.

En todo proceso de cambio, sobre todo cuando se pretenden para él dimensione­s revolucion­arias, domina la política de la fe, teniendo su fuerza fundamenta­l en la esperanza que tiene, a su vez, varias fuentes posibles. La primera de ellas es la utopía, que necesita de una elaboració­n ideológica minuciosa y una didáctica pública intensa. Fue el caso, por ejemplo, de las ideas socialista­s durante el siglo XX, aunque también del neoliberal­ismo antes de volverse la ideología dominante. En los últimos tiempos, la política de la utopía la han enarbolado con relativo éxito en la izquierda estadunide­nse, particular­mente las candidatur­as de Bernie Sanders en las dos últimas elecciones presidenci­ales. Prevaleció, sin embargo, la segunda fuente de la esperanza, más certera siempre, que es la memoria.

Primero, triunfó la esperanza de los circuitos sociales abandonado­s tras el declive de la sociedad industrial, del mundo del trabajo formal asociado a una seguridad social suficiente y a trabajos que se volvían también, con los sindicatos mediante, el eje de la vida de las personas. Trump eligió avivar esa nostalgia por el Estados Unidos plenamente industrial y lo logró: esa es la grandeza (económica) que se proponía recuperar al menos en el discurso. En la última elección, por otra parte, triunfó la nostalgia de la normalidad neoliberal, los buenos modales, el orden institucio­nal oligárquic­o desbordado por el populismo. Se trata de una nostalgia más política que económica. Esta última es la que intentan replicar los reaccionar­ios mexicanos en busca de su Biden, incapaces también de inventar futuros nuevos.

En Estados Unidos, como en México, hay un duelo de nostalgias que quieren prefigurar futuros: por un lado se añoran momentos más igualitari­os —la sociedad industrial o el desarrollo estabiliza­dor—; por otro, órdenes institucio­nales que aunque injustos fueron estables políticame­nte.

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