Soñar con un México mejor
Las políticas públicas pueden, en efecto, transformar a una nación. La pueden precipitar a un abismo del cual tardará décadas enteras en salir o hacer que irrumpa gloriosamente en la modernidad.
El subdesarrollo es una suerte de condena que marca fatalmente el destino de los países y muy pocos son los que han logrado dejar detrás la realidad de la pobreza, la desigualdad y la injusticia social. Corea del Sur y Singapur son casos verdaderamente excepcionales y en lo que toca al extraordinario bienestar que disfrutan los ciudadanos del Viejo Continente —apuntalado en buena parte por la admirable estructura de la Unión Europea—, la solidez institucional y el imperio de la ley, condiciones absolutamente indispensables para asegurar el desarrollo económico, resultan de un proceso que se ha ido consolidando a lo largo de los siglos, no de la súbita inspiración de algún gobernante.
Las ideas importan y los propósitos cuentan: el brutal empobrecimiento de Venezuela se deriva de la paralela imposición de una doctrina destructiva a todo un pueblo y del endiosamiento de la ideología por encima del más mínimo principio de realidad. En el extremo contrario, la apuesta de los gobernantes coreanos fue por el capital humano, es decir, por la educación de las personas (y, curiosamente, por las ayudas estatales a unos sectores productivos a los que se les exigió, a manera de contraprestación por los subsidios recibidos, eficiencia y responsabilidad social).
La edificación de un mundo mejor pasa, en efecto, por la implementación de acciones dirigidas a que los individuos tengan las herramientas adecuadas para responder, ellos mismos, a los retos de la existencia. Imaginemos que en México se emprendiera una gran cruzada educativa y que nuestros pequeños asistieran, cada mañana, a escuelas modernas, acogedoras y provistas de los mejores equipamientos; que recibieran ahí una instrucción de primera calidad, impartida por maestros dedicados y responsables, que los preparara para ser profesionales competitivos; que en ese entorno formativo se promoviera también la asimilación de los valores cívicos; que al mediodía los chicos almorzaran una comida saludable y nutritiva; que por las tardes permanecieran en el colegio y disfrutaran de clases de ajedrez, de cursos de dibujo, del aprendizaje de algún instrumento musical o de la práctica de una gran variedad de deportes; finalmente, que los padres, al recogerlos al final del día, hubieran no sólo dispuesto de su tiempo para cumplir tranquilamente con sus horarios laborales sino que se sintieran reconfortados de saber que sus hijos están siendo atendidos, cuidados, procurados y respetados.
Seríamos entonces otro país, una tierra de paz, prosperidad y bienestar. Un México poblado por ciudadanos plenos y con derechos irrenunciables.
Sigamos soñando…
Las políticas públicas pueden precipitar a una nación al abismo o hacer que irrumpa en la modernidad