Cuidar la imagen
Nadie se preocupa tanto por su imagen como lo hace un político. Ni siquiera las chicas que participan en esos certámenes absurdos se preocupan tanto por su imagen que un político que se precie de ser un “buen político”.
Lo que ellos (y ellas) entienden por imagen. Creen que son el centro de atención de la sociedad entera y actúan de acuerdo con esa certeza, bastante cuestionable.
Desde mi punto de vista, todo el asunto de la pasarela política es sólo una farsa, una pantomima para el autoconsumo.
Ellos (y ellas) saben que la gente no cree sus sentidos discursos en los que indistintamente aparecen “el bien de México” o “el bien de los mexicanos”.
Pero ellos (y ellas) actúan como si no supieran que sabemos que, detrás de esa estudiada y afectada imagen, no hay absolutamente NADA.
Ellos (y ellas) seguirán afirmando que las únicas razones por la que abrazaron la desprestigiada profesión que ejercen es una de esas dos abstracciones: el bien de la patria y el de los que la habitamos.
Los propiciadores de la imagen constituyen toda una industria que se paga, por supuesto, con dinero público. Incluso hay profesiones que han nacido y crecido alrededor de esa subsidiada industria.
Hay asesores, peinadores, sonidistas, instructores, maquillistas, estadísticos, sastres, informáticos, redactores.
Por eso se miran como acartonados androides y se escuchan como atrofiadas máquinas parlantes (iba a escribir: “como discos rayados”).
Porque para esos vendedores de sueños, en su oficio, no hay lugar para los errores, mucho menos para los descuidos.
Son capaces de responder cualquier reclamo sin inmutarse, sin que la voz delate alguna emoción, con esa dicción que ellos consideran perfecta; nosotros, postiza.
Sin embargo, seres humanos somos y un día se descompone el telepronter, o el otrora aspirante a estadista simplemente ha dado de sí y aparece en toda su desnudez y sólo alcanza a soltar, por ejemplo, un débil: “Ya me cansé”.