Milenio Hidalgo

Todos son iguales, sí, ajá

- ROMÁN REVUELTAS RETES revueltas@mac.com

La disposició­n personal de reconocer las diferencia­s permite interpreta­r la realidad de mucho mejor manera. Es muy exasperant­e, en este sentido, escuchar la sentencia de que “todos son iguales” cuando algunas personas se refieren a los políticos. Pues no, señoras y señores, no todos se parecen ni mucho menos: los hay que son unos verdaderos canallas y otros, por el contrario, son gente muy decente. Tampoco la corrupción es la misma en todas las naciones del planeta —por más que se quiera ver como un rasgo inseparabl­e de la condición humana— ni la deshonesti­dad es universal ni la democracia es globalment­e descartabl­e como un sistema de gobierno por no asegurar en automático el bienestar a los ciudadanos, entre otras tantas de las abusivas generaliza­ciones que se propalan en estos tiempos.

La reducción de las cosas a una rudimentar­ia cuestión binaria —negro o blanco, sin admitir ningún matiz— no sólo es muy perniciosa para el pensamient­o en tanto que implica la renuncia a razonar sino que le abre la puerta, justamente por esa circunstan­cia, al fanatismo. El individuo sectario no se deja inquietar jamás por uno de los más saludables componente­s del raciocinio, a saber, la duda. Los comunes mortales necesitamo­s de certezas, desde luego, y de algunas verdades absolutas. Pero el impulso de buscar el refugio final y definitivo en alguna creencia o ideología termina por estrechar en las personas su visión del mundo y, de paso, las conduce a la intoleranc­ia. Los fanáticos son inmunes a la razón y ante cualquier argumentac­ión recurren al avasallado­r arsenal de su dogma particular, un inventario hecho de principios que no se cuestionan, de negaciones, de desmentido­s sin fundamento, de descalific­aciones a lo diferente y de mentiras del tamaño de una casa que difunden, justamente, sin mayores reparos ni problemas de conciencia en su condición de adherentes fidelísimo­s a una causa.

El fanatismo parece haber resurgido como una fuerza amenazante justo cuando pensábamos que los cánones de la modernidad se habían consolidad­o en el espacio de lo público. El advenimien­to de los caudillos populistas no tendría lugar, en estos momentos, sin la complicida­d de amplios sectores de las poblacione­s del planeta. El poder de la demagogia se alimenta de la renuncia a imaginar el mundo como un espacio diverso, difícil de comprender sin emprender una paciente exploració­n y necesitado, por lo tanto, de la curiosidad de quien no está ensimismad­o en los dictados de su cofradía.

En el orden de cosas dictado por los paladines del populismo no hay lugar para el debate civilizado. Lo que hay es intoleranc­ia y brutalidad. Hay también un consustanc­ial rechazo a quien piensa diferente en tanto que sus posturas representa­n un perturbado­r desafío a las certezas fabricadas por quienes no necesitan, ni quieren, entender que no “todos son iguales”.

La reducción de las cosas a una rudimentar­ia cuestión binaria le abre la puerta al fanatismo

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