Montherlant en septiembre
El tiempo es agua que se va entre los dedos. Hace cincuenta años el mundo parecía otro aunque resultaba el mismo. Aquella tarde de un 21 de septiembre el sol anunciaba el otoño incendiando los cristales de esa librería. Un joven lector a la busca de revelaciones encontró en ella un volumen cuyo epígrafe sintió que le era dirigido: “Esta obra está dedicada a las personas inteligentes y sensibles”. El escueto título, Adolescentes, y el resonante nombre del desconocido autor lo hicieron comprarlo.
A la misma hora, en su casa parisina de la rue Voltaire 25, habiendo casi perdido la vista después de sufrir un accidente, Henry de Montherlant se suicidaba. “Me estoy volviendo ciego. Debo matarme”, decía la nota de despedida. Dejaba vacante el Sillón 29 de la Academia Francesa y obras memorables que hoy languidecen en los estantes.
En esa tarde iluminada, cuando el mundo parecía ser el mismo pero era otro, un predecesor elegía a su aprendiz. Montherlant ya había escrito que cada vez que se hace algo bien hecho se empieza por una liquidación. No estaba dispuesto a no mirar donde pisaba pues había insistido que vivir consiste en buscarse una vida superior. Le gustaba aquella palabra de Nietzsche para definir la inteligencia: emancipación. No estaba dispuesto a perder la suya. Entonces decidió terminar.
El mundo es más extraño de lo que se piensa, más de lo que se puede pensar. ¿Casualidad, albur, arbitrariedad? No, concluyó el joven lector cuando se hizo viejo. Prefirió emplear otro término para dicho encuentro: sincronicidad. Un juego de coincidencias superiores que sucede mucho más allá de la razón. pagó._
Desde entonces, todos los 21 de septiembre, día de San Mateo Evangelista, hace bibliomancia y abre alguno de sus gastados libros de Henry de Montherlant. Lee sin elegir, lee al azar: “La libertad existe siempre. Basta pagar su precio”. Cincuenta años atrás él lo
No estaba dispuesto a no mirar donde pisaba pues había insistido que vivir consiste en buscarse una vida superior.