ENCUENTRO CON CARTIERBRESSON
El escritor mexicano y el fotógrafo francés tuvieron múltiples afinidades. Este ensayo revela varias de ellas y traza un camino compartido por calles de la CDMX
Cada vez que aprieto el disparador es una manera de conservar lo que desaparece. Henri Cartier–Bresson
Uno de los acontecimientos más iluminadores del joven Rulfo recién llegado del centro del país a la capital fue su encuentro con la fotografía de Henri Cartier–Bresson (1908–2004), pionero del fotorreportaje y uno de los fundadores de la agencia Magnum.
En México, Cartier–Bresson asume un compromiso político y colabora para la prensa comunista durante el gobierno del Frente Popular (en el semanario Regards con “temas de sociedad”, para Ce Soir, el diario que dirigía Louis Aragon, con fotografías de la agenda política). Clément Chéreoux señala que muchas de las fotografías que Cartier–Bresson tomó en la década de 1930 poseen la huella del compromiso político. En Francia, España y México retrata a personajes anónimos que viven en la pobreza y en la indigencia. Compartía la noción de su amigo Henri Tracol de que la fotografía era un “arma de clase”.
Al joven Rulfo, la capital lo arrobó cuando llegó para establecerse en ella en 1935. Fue a los museos; muy probablemente ya conocía el Palacio de Bellas Artes, inaugurado el 29 de septiembre de 1934, cuando Cartier– Bresson dio a conocer su fotografía junto a la de Álvarez Bravo. Ambos tuvieron una gran resonancia en el joven Rulfo y, más tarde, en su propia fotografía. Cartier–Bresson recorrió, al igual que Rulfo, zonas proletarias. De esos caminos retuvo imágenes de las prostitutas de la calle de Cuauhtemotzin. Habrá que recordar uno de los primeros textos de Rulfo, “Un pedazo de noche”. Su protagonista es una prostituta. Esta coincidencia podría no parecer fortuita.
Una afinidad más entre Cartier–Bresson y Rulfo es el gusto y devoción por Oaxaca. El francés tomó fotografías en Juchitán. En el caso de Rulfo, ya son icónicas sus imágenes de la región mixe, de músicos y de sus instrumentos. En ambos casos se refleja la pobreza —hasta la degradación— de niños y jóvenes. Se advierte también a hombres y mujeres en pie sobre sus despojos, como monolitos cubiertos de arena, de barro. En Rulfo hay una inclinación hacia la preservación de la memoria anímica: mantener vivo su pasado rural, además de conferir dignidad a los campesinos —no se observa que desee enfatizar la presencia de los indios sobre los mestizos—, lejos de dejarlos ver como víctimas del Estado capitalista. En la fuerza de su austeridad no se asoman destellos sentimentalistas. En Cartier–Bresson, además del propósito de la composición fotográfica como obra artística —antes de consagrarse a la cámara había estudiado pintura—, la importancia se asienta en la misma composición; está presente el compromiso político y, asimismo, el testimonio documental inmediato.
En su primera visita a México, Cartier–Bresson fotografió a indigentes y campesinos abandonados durmiendo en las calles de la capital. Los miserables que retrata en México no son muy distintos a los que encuentra en Madrid, aunque sí hay una diferencia de los que captó, por ejemplo, en Marsella, cuyas fotografías adquieren rasgos oníricos. La composición crea un ambiente atemporal, surrealista. En México sus fotografías más conocidas son las que tomó en Cuauhtemotzin a las prostitutas que posaron sonrientes, una suerte de deidades naif a quienes despoja de la condición modesta y sufriente de su oficio.
Es muy probable que Rulfo haya visto algunas de las fotografías que Cartier–Bresson tomó en su primera visita a México, en las que encontró semejanzas con las de su amigo y figura magisterial Manuel Álvarez Bravo, quien a su inclinación por el surrealismo añadió una sombra de nostalgia, entre el abandono, la reflexión y la ausencia, ejemplificada en la conocida imagen “El ensueño” (1931). Esta fotografía se relaciona con el Cartier–Bresson de la década de 1930 y con el Rulfo de la serie de fotos de los músicos mixes. En particular, habrá que recordar “Niño de Oaxaca e instrumentos musicales” (ca. 1956): el infante vestido con ropa de manta, la camisa de manga corta, sin botones, hecha nudo en la parte inferior, quedando el ombligo descubierto, quien observa, descalzo, en posición diagonal respecto de la lente. De perfil, su mirada se concentra ante algo o alguien fuera del objetivo de la cámara. El semblante es hierático. La intensidad se concentra en los ojos y la escena adquiere fuerza y un realismo, diríase poético, con los instrumentos que la acompañan. Un tambor descansa en una base de madera; sobre éste se recarga un platillo (o tarola) y alineada en el suelo terroso, una trompeta. En la orilla inferior izquierda aparece parte del cuerpo de una tuba. En segundo plano, del centro a la derecha, tres atriles descubiertos, es decir, sin partichelas. Al fondo, la superficie terregosa de la sierra cuya larga continuidad serpenteante se anuncia. Esta imagen ejemplifica cabalmente la búsqueda de Rulfo, expresada con las palabras de Cartier–Bresson: “Cada vez que aprieto el disparador