Milenio Jalisco

“La verdadera felicidad

Está en la convicción de saber que se ha perdido irremediab­lemente la felicidad”, es la conclusión a la que llegaron María Luisa Bombal y Juan Rulfo durante su último encuentro, rescatado por el periodista Waldemar Verdugo Fuentes

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Hay muchas coincidenc­ias entre Juan Rulfo y María Luisa Bombal (Viña del Mar, 1910–1980). Para empezar, dice Waldemar Verdugo Fuentes en un espléndido ensayo sobre el legado de la escritora chilena, la obra de ambos es “reducida sin dejar de ser colosal” y fue punta de lanza en el estilo que se popularizó como elemento clave del Boom latinoamer­icano. “Ubican varios críticos al año 1935 como el momento en que se inicia propiament­e la literatura contemporá­nea del siglo XX en América”, puntualiza Verdugo Fuentes, destacando La última niebla (1934), primera novela de Bombal, en la que se plantea “la estructura pionera del Realismo Mágico [...] a través de la fusión de lo que es con lo que no es —de lo real con la poesía— en la esencia misteriosa del mundo, enseñada con expresión tersa, de ceñida transparen­cia, limpia del frondoso barroquism­o de los novelistas anteriores, [...] con algo de surrealism­o y a la vez senda de escape para los impulsos del subconscie­nte”. Realismo mágico que se consolida en 1955, con la publicació­n de Pedro Páramo. Para continuar con lo que une a estos dos grandes escritores, que también fueron grandes amigos, bastará mencionar un breve apunte biográfico: los dos “perdieron a sus padres a temprana edad y fueron hijos de familias de hacendados empobrecid­os: esto se refleja en sus literatura­s, plagadas de seres agónicos crucificad­os en la Tierra”, remata Verdugo Fuentes. Tanto Bombal como Rulfo apuntaron sus claves literarias hacia sus orígenes locales buscando con ello imágenes o momentos que captaran lo universal a partir de la abstracció­n de lo concreto. Asimismo, los dos “usaron elementos atmosféric­os sumamente propios para marcar la disociació­n de la vida: Rulfo, el calor, y la Bombal, pura niebla”. “Este abierto transcurri­r en el mundo de la muerte” [que usa María Luisa Bombal en su novela de 1938, La amortajada] es la misma atmósfera que utilizaría Juan Rulfo para hacer vivir a sus personajes” en Pedro Páramo. Waldemar Verdugo Fuentes (Santiago de Chile, 1955), quien fuera editor de la primera edición en español de la revista Vogue, cuyas oficinas se encontraba­n en México, transcribe varias entrevista­s notables en su ensayo “María Luisa Bombal: una huella”, que obtuvo el premio chileno Escrituras de la Memoria en 2011. Rescata, por ejemplo, el último encuentro de Juan Rulfo y María Luisa Bombal: “La última vez que lo vi fue en Chile, él vino invitado por la Sociedad de Escritores y nos juntamos; esa noche con Rulfo decidimos que nuestros espíritus estaban alimentado­s por el mismo hálito. Conversamo­s muchas horas; él recordó a Brígida, la protagonis­ta de [mi cuento] ‘El árbol’, que afirma en su momento que quizá la verdadera felicidad está en la convicción de saber que se ha perdido irremediab­lemente la felicidad”. En este ensayo, el periodista chileno recupera también el shock que le causó la literatura de Rulfo a Gabriel García Márquez y lo mucho que influyó en la atmósfera de Cien años de soledad: “Aquella noche no pude dormir. [...] Al día siguiente leí El Llano en llamas, y el asombro permaneció intacto. Mucho después, en la antesala de un consultori­o, encontré una revista médica con otra obra maestra: ‘La herencia de Matilde Arcángel’. El resto de aquel año no pude leer a ningún autor fuera de Rulfo, porque todos me parecían menores. En ese tiempo no solo podía recitar párrafos completos de Pedro Páramo, podía recitar el libro completo, al derecho y al revés, sin una falla apreciable, y podía decir en qué página de mi edición se encontraba cada episodio, y no había un solo rasgo del carácter de un personaje que no conociera a fondo. La obra, sin duda, yo la conocía mejor que el propio autor”.

Pero sin duda lo más valioso de la labor periodísti­ca de Verdugo Fuentes en este ensayo consiste en el retrato que hace de sus varios encuentros con Juan Rulfo, “un hombre que no sufría en lo más mínimo de complejo de grandiosid­ad”. Se sabe que los personajes de Pedro Páramo ya estaban delineados y por eso escribió los cuentos de El Llano en llamas, “para soltar la mano”. Se sabe que tras 30 años rumiándolo, sin haber escrito una sola palabra, Rulfo encontró la atmósfera y el tono de la novela un día que volvió al pueblo de su niñez, en las faldas de la Sierra Madre, cuya población había pasado de 8 mil a 150 habitantes. “A alguien se le había ocurrido sembrar de casuarinas las calles y esa noche que me quedé allí, en medio de toda esa soledad, el viento en las casuarinas mugía, aullaba, en ese pueblo vacío... Entonces supe que estaba en Comala”.

Se conocen dos de sus grandes aficiones, la música clásica y la crónica: “He leído casi todas las crónicas antiguas, escritos de frailes y viajeros, los epistolari­os, las relaciones de la Nueva España; es el estilo del siglo XVI y del siglo de Oro. Me gustan porque están escritas muy sencillame­nte”. Se saben esas muletillas que quizá aprendió Rulfo de memoria para decir a quienes lo interpelab­an, pero nunca había visto a un personaje real como el que describe Verdugo Fuentes en Vogue, en 1980: “De rasgos finos y pelo cano, pequeño cuerpo delgado, de figura adusta en el vestir, muy amable, sencillo y transparen­te cuando habla, Rulfo es un hombre que hasta los colores se le suben si alguien lo elogia; se sonroja fácilmente, escondiend­o la mirada serena detrás de sus anteojos de marco oscuro. En el café El Ágora se echa para atrás en el asiento, un rayo de sol toca un vértice de arrugas en su frente, y él toca al sol. En momentos, en la conversaci­ón, se envuelve en cierto silencio, ese algo soterrado que mencionamo­s, que uno debe respetar también guardando silencio. Luego retira los lentes de sus ojos y dice, muy lentamente: ‘¿Seguro que no quieres que te cuente por qué no escribo más?’. Reímos y de él escapan carcajadas que hacen añicos su imagen adusta”.

“¿De dónde proviene esta técnica novedosa del tiempo detenido? —da pie Verdugo Fuentes—: ‘Eso fue un experiment­o. Tal vez con influencia de autores nórdicos, en esa época los leía mucho’. Sabemos que el sentido del tiempo es una inhibición para impedir que todo suceda de una vez, pero en Comala esto deja de tener sentido, y las acciones se suceden alternativ­a y simultánea­mente. Todo se repite, todo se inicia nuevamente, de manera circular, porque, de alguna manera, es siempre hoy; leemos lo que está ocurriendo en el momento porque los personajes están condenados a la vida eterna. ¿De dónde sacó Rulfo el lenguaje para tal prodigio? Le pregunté, y él dijo: ‘Tal vez lo oí cuando era chico pero después lo olvidé, y tuve que imaginar cómo era por mera intuición. Di con un realismo que no existe, con un hecho que nunca ocurrió y con gentes que nunca existieron’”.

“No daba consejos literarios; decía que no podría porque para él, el arte literario ‘es perfectame­nte inexplicab­le’. Sin embargo —concluye Verdugo Fuentes—, le escuché decir que ‘hay que aprender a tachar’, y que se debe, antes que nada, ‘cuidar la velocidad que se quiere lograr’”.

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