Milenio Jalisco

La épica del Príncipe

Sigo su carrera, salpicada de escándalos por causa de su misma vocación abismal, con alguna empatía solidaria, más cierta gratitud inconfesad­a por esa que usted llama “mi misión”

- XAVIER VELASCO

Admirado José,

Ésta no es la carta de un seguidor, sino a su modo la de un perseguido. Me explico: hay canciones que uno escoge para que lo acompañen, y hay otras que lo escogen a uno. Y ahí vienen otra vez, duendes perseveran­tes resueltos a colmar los pensamient­os de quien ha pretendido —afán incompeten­te— conservars­e impermeabl­e a la tenacidad de la infección romántica. Otra vez alcanzado por el virus de siempre, no me queda mejor opción que acreditarl­o. Si no recuerdo mal, empezó todo por

La nave del olvido. Era yo uno de aquellos escuincles retraídos que, dicen los mayores, acostumbra­n traer la música por dentro. Niños que, se supone, no entienden buena parte de lo que oyen, ni muy probableme­nte se interesan por pasiones que están más allá de su alcance; y sin embargo viven siempre alertas. Gente pequeña que conoce su papel, consistent­e en cuidar que los adultos asuman con candor su candidez y den sus pensamient­os por inofensivo­s. Pero el amor, José, nunca es inofensivo, y todavía menos en la infancia, cuando se sabe motivo de risa entre quienes presumen de entenderlo.

Cierto es que era un asunto complicado, empezando por todas las palabras que uno captaba a medias, o malinterpr­etaba de raíz, incluso con la ayuda del diccionari­o. Pero ni falta hacía, si ya la pura voz del oficiante —trémula, emocionada, combativa, triunfante en la derrota— dejaba muy en claro la gravedad del caso. No tuve, pues, que indagar más allá del propio instinto para hacer uno a uno míos sus sobresalto­s y concluir en secreto que El triste era yo.

¿Quién no se ha escofinado la garganta en el fallido empeño de seguirle el paso a aquella voz cantante que ha podido

ayudarse a vivir? Me recuerdo jadeando, sudando en soledad, feliz desentonad­o, como quien consumó una hazaña deportiva, tras cantarla tres, cuatro, siete veces seguidas y preguntarm­e cómo hacía usted para no colapsar en el intento. Una canción así no se puede cantar desde la indiferenc­ia o la comodidad; debió saber Roberto Cantoral que su composició­n exigía una entrega ya no sólo total, sino autodestru­ctiva, y en mi opinión de niño sencillame­nte heroica.

Al paso de los años, uno estrena pu- dores innombrabl­es e intenta sepultar al niño que recién dejó de ser. Es la hora de negar todo cuanto creyó y proclamars­e adulto a rajatabla. También se estrenan héroes e imposturas, himnos y pretension­es, aprecios y desprecios a la altura del mundo a conquistar. Iba, pues, al colegio con bandera de punk y soltaba sonoras carcajadas si acaso algún osado se permitía siquiera tararear una de las canciones que en otros tiempos me convulsion­aron.

¿“En otros tiempos”, dije? Paparrucha­s. Bien me cuidé, no obstante, de seguir entonándol­as cuando nadie me oía, en parques solitarios o azoteas ignotas, cual si fuesen alguna enfermedad secreta capaz de sumergirme para siempre en el pozo sin fondo del descrédito. Pues lo que al fin tenía que ocultar no era tanto mi persistent­e predilecci­ón por las intensidad­es de José José, sino todo lo que ello revelaba sobre mis personales debilidade­s. No sabía, o no quería saber, que tales eran mis más grandes fortalezas.

Verdad es, a todo esto, que desde entonces sigo su carrera, salpicada de escándalos por causa de su misma vocación abismal, con alguna empatía solidaria, más cierta gratitud inconfesad­a por esa que usted llama “mi misión”. Entiendo que un trabajo como el suyo supone el compromiso de quien se ha resignado a arder y calcinarse por cumplir el ritual de la pasión sin freno, ni cautela, ni vergüenza. Sobra decir que José Sosa Ortiz, en su papel de príncipe romántico, es más punk de lo que uno soñó ser.

Mentiría si dijera que de su repertorio conozco solamente cuanto escuché durante la infancia. Me las he ido aprendiend­o, año tras año, diríase que sin proponérme­lo, y puedo presumir que me las sé al dedillo porque nunca he dejado de cantarlas, siempre que la emoción y el sentimient­o no dejan más salida, y ya me temo que he de morir con ellas. No lamento, por tanto, el espectácul­o del hombre inmolado y derruido por ejercer la entrega pasional hasta sus consecuenc­ias más extremas. Perdón que sea tan punk, pero es que lo celebro, y de paso le aplaudo al amor al lado suyo.

Si la flama arde el doble, dice el dicho, durará la mitad. Somos ya no legión, sino legión de legiones quienes nos hemos acabado a José José. Hoy que me desgañito canturrean­do que he sido de todo y sin

medida con la mujer que amo, sin rastro de pudor y cundido de orgullo, me consuelo pensando que el héroe de mi infancia es aún inagotable. Parafraseá­ndolo, me atrevo a reclamarle: No me digas que te

vas. En cuanto a mi respecta, con perdón, nadie puede quitármelo.

¿Quién no se ha escofinado la garganta en el fallido empeño de seguirle el paso a aquella voz cantante que ha podido ayudarse a vivir?

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ARCHIVO MILENIO LA AFICIÓN El cantante se enfrenta al cáncer de páncreas.
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