La espía que me amó
Q ué vida más excitante y glamorosa que la de un espía. ¿No? Así la muestran infinidad de novelas y películas, como las de James Bond.
En cada misión una amante diferente, costosos autos para destruir, yates con divertidas fiestas, viajes y, lo mejor: impunidad total -“con licencia para matar” decían del agente 007-.
Ahora que resurgió el escándalo del espionaje atribuido al gobierno federal y que en Jalisco se tropicalizó al resucitarse el caso de la compra de un software similar hace unos años, me llevó a recordar a los espías a la mexicana.
Para empezar, aquí les quitamos lo glamoroso desde el nombre: no son espías, con simples “orejas”. Y dos, no ganan una fortuna ni andan en autos lujosos, pero eso sí, están más expandidos y presentes de lo que cualquiera podría creer.
Porque no solo los hay del Centro de Inteligencia y Seguridad Nacional, Cisen, sino que, me atrevería a decir, todas las corporaciones de seguridad pública los tienen. Una muestra son los agentes no uniformados de la policía de Guadalajara, pero igual los tenía la policía estatal, la secretaría de Gobierno, cuerpos castrenses, oficinas diplomáticas y -se sabe ahora-, hasta grupos criminales con sus halcones.
Rosario Bareño, periodista de la OEM, acaba de publicar su experiencia en la que narra sobre una supuesta reportera de un medio digital que se codeaba con diputados y comunicadores en el Congreso local y que, por el olvido un día de su bolso y al revisar a quién pertenecía descubrieron sus credenciales: era espía. Sabida su actividad, la “oreja” se alejó.
La semana pasada acudí a cubrir un evento de Morena y allí vi, entre la multitud, una vieja cara conocida, la de una mujer bajita, morena, de pelo chino que desde hace más de 20 años es “oreja” de una corporación estatal; como entonces, ahora estaba anotando, grabando audios sin llamar la atención, aunque no parecía haber prosperado mucho en todo este tiempo.
Lo singular es que ahora, como hace muchos años, estos personajes son aceptados casi en cualquier círculo. Como en este evento, hay partidos, organismos y políticos que saben que ellos son “orejas” y les permiten el paso. No pocas veces hasta reporteros les piden datos del evento, mitin o bloqueo al que no alcanzaron a llegar a tiempo para redactar, después, su noticia.
Otro tipo de espionaje es el que encargaban a empleados de cierta agencia estatal de noticias: les pedían reportes especiales de personas o conflictos específicos que no eran para distribuirlos a sus clientes, los medios abonados. Con cierto pudor algunos de ellos me confesaron que esas indagatorias especiales iban a la dependencia encargada de la gobernabilidad en el país.
Pocos han sido los “orejas” llenos de fiesta y glamour como el alegre y popular agregado diplomático de ascendencia afroamericana que se codeó, por años, con empresarios, líderes y políticos de Jalisco y cuya verdadera función era por todos conocida, pero parecía que no incomodaba.
Otro caso es aquella historia de una reportera de radio que se involucró tanto con un “oreja” que se emparejó con él y vivieron muy felices –pero no por muchos años, dicen, no me consta-.
Es decir, el espionaje ha crecido en México no sólo por la tecnología y la intervención de teléfonos y computadoras, sino por una sociedad permisiva que cohabita silenciosamente con él y que un buen día se despierta asustada al “descubrir” con quién ha estado durmiendo… Y no es precisamente con Bond... James Bond, o alguna de sus espías que lo amaron.