Uno más uno igual a yo
José Luis Cuevas fue la encarnación de una bienaventurada desmesura. Desmesura en las formas de su plástica (véase como ejemplo La Giganta, en el patio de su museo). Desmesura al abrirse espacio a codazos con la Escuela mexicana de Pintura. Desmesura en sus textos en el suplemento El Búho, “Cuevario”; desmesura hacia sus quereres y sus enemigos, reales o ficticios; desmesura con aquello que lo aburría. Desmesurado, dijo: no pasaré a la historia por mi pintura, sino por lo que escribo… no lo afirmó por reconocerse literato, sino para comentar que los materiales que usaban los artistas contemporáneos eran de mala calidad y no durarían. Desmesurado en la crónica, ahí está su libro, editado por el Fondo de Cultura Económica, Gato macho, cuya primera edición es de 1994; varios personajes de Guadalajara aparecen en algunos de sus artículos, incluso trató de cobrar cierta deuda con la intercesión de su columna periodística. En el prólogo aclara que no incluyó todo: “se hubiera tenido que contar con mil páginas más para completar lo que yo llevo escrito”, Gato macho tiene 728; lo componen narraciones sabrosas, lo revelan a él y a sus cercanos, a sus conocidos y a quienes le eran referidos por alguien más, según sus conceptos y desde su territorio, el físico, el histórico y el cultural; no es una desmesura llamarle su territorio: gato macho, con su obra (escrita y plástica) marcó uno en calidad de líder de una manada compuesta por él mismo. No es desmesura considerarlo un gran artista, por su obra y por ser referente, cofundador y cronista de una época que es parte de la cultura en México. Desmesurado, no temía aventurar juicios con sentencia sumaria; pero sus apreciaciones estéticas no eran girones desparpajados de sus apasionadas entrañas, sino fruto del conocimiento y de la experiencia.
En la página 277 de Gato macho está “Los retratos de Juan Rulfo”, que trata del intento fallido del puertorriqueño Francisco Rodón por pintar a Octavio Paz. Rodón viajó al Distrito Federal sin avisar a Paz, atenido a que un amigo de ambos, Francisco de Szyslo, le confirmó que el poeta había accedido a posar; nomás que no dijo cuándo, y como Rodón llegó de improviso, se encontró con que Paz no tenía tiempo, en unos días saldría a Harvard. Todo según Cuevas, a quien, cómo no, Rodón recurrió, sin conocerlo, tres semanas después, desesperado (“para calmar los nervios tomaba grandes dosis de Ativán”) y le pidió que lo recibiera; José Luis en versión paternal, o sea, él en el centro de la historia y en plan de calmar a su colega, sugirió que hiciera un retrato de Juan Rulfo. Rodón admiraba a Rulfo, parecía la solución a sus cuitas; Cuevas llamó en ese momento a su amigo escritor quien “Con su habitual bondad aceptó de inmediato”. ¿En el estudio de quién se hizo el trabajo? Exacto. Rulfo accedió además a que Bertha, la legendaria compañera de Cuevas, y Daisy Asher hicieran fotografías durante el proceso que tomó “varias semanas”. “Una tarde lluviosa me pidió Rodón le leyera en voz alta algunos pasajes de Pedro
Páramo. El retrato estaba a punto de ser terminado y no quería oír más música. (…) Mi estudio se convirtió en Comala. Rodón lloraba mientras daba las últimas pinceladas. Al terminar vació de un solo golpe un vaso de ron y después se desplomó en mi cama inglesa del siglo XIX. Juan Rulfo y yo compartimos una botella de sidral (…) Rulfo miraba con recelo su imagen pintada y me preguntó si se había logrado el parecido. Le dije que sí.”
A partir de esa pintura el puertorriqueño hizo otras dos. “En 1982 Rulfo fue a San Juan y Rodón le mostró los cuadros. Fue impactado por ellos”. Luego los vio Cuevas: “Me estremecieron. Rodón no sólo ha captado los rasgos físicos de Rulfo, sino su mundo literario. (…) El mejor homenaje que un pintor latinoamericano ha rendido al más grande novelista de México.” Lo que en realidad significa: el mejor homenaje a Rulfo y a Rodón es el mío, Cuevas, con este texto.