Milenio Jalisco

“Soy el admirador número uno de mí mismo”

En esta entrevista inédita José Luis Cuevas recorre su infancia, sus críticas al muralismo y su franca rebeldía

- POR: Guadalupe Alonso/México

José Luis Cuevas nació el 26 de febrero de 1931, en la Ciudad de México. A los cinco años participó en la película Corazón de niño, de Alejandro Galindo. Poco después, obtuvo el primer lugar en un concurso de dibujo infantil con el autorretra­to Niño obrero, lo que le mereció el mote de “El güerito pintor”. Contaba que a los ocho años, tras mirar los murales de Roberto Montenegro y Diego Rivera, decidió dedicarse a la pintura. A los dieciséis, comenzó a trabajar en el periódico The News, ilustrando las entrevista­s de Anita Brenner. Para 1952, ya concentrad­o en el dibujo, visitó el manicomio La Castañeda, donde tuvo como modelos a los enfermos mentales, una visión que marcó el rumbo de su pintura. En la década de 1960, ya casado con Bertha Riestra, bautizó como Zona Rosa a un barrio de la colonia Juárez, en una de cuyas calles presentó el Mural efímero, con el que exhibió su postura frente a la Escuela Mexicana de Pintura, que culminaría con la publicació­n del manifiesto La cortina de nopal, en el suplemento México en la Cultura. En 1977, se exilió en París y volvió a México ocho años después. Con una historia curricular que incluye exposicion­es en los museos más importante­s del mundo, Cuevas se preciaba de haber dado a conocer en México a notables pintores latinoamer­icanos y resguardar una colección considerab­le de sus obras. Con el propósito de exhibirlas, en 1987 se le otorgó la casona conventual de Santa Inés, en el Centro Histórico de la Ciudad de México, actual Museo José Luis Cuevas, inaugurado en 1992.

¿Cómo surgió la idea de crear el Museo José Luis Cuevas?

El espacio donde hoy está el Museo era un depósito de trapos viejos, un lugar siniestro, pero insistí en que allí debía estar un museo. Se iniciaron los trabajos de restauraci­ón. Cuando se levantó el piso, apareciero­n infinidad de ratas. Quienes trabajaban en la obra iban matándolas y colocaban los cadáveres en el centro de lo que sería el patio del Museo. Un día llegué y pensé que en ese lugar debería levantarse un objeto, algo que yo hiciera. Así surgió la idea de la Giganta o el Gigante. Empecé a trabajar esta escultura monumental de ocho metros de alto. Entretanto, las ratas desapareci­eron. La primera idea fue traer la obra de artistas latinoamer­icanos, aunque también hubo exposicion­es individual­es de dos artistas franceses muy conocidos: Alechinsky y Armand. Después se hicieron las exposicion­es de artistas latinoamer­icanos con obra que había reunido en mis viajes por América Latina: Armando Morales, Carlos Mérida, Roberto Matta. Y, por supuesto, obra de artistas mexicanos.

También tiene en su acervo parte de tu obra, como la que integra la Sala Erótica.

Se inauguró un año después. Fue algo fantástico. Hubo tumultos, todos querían ver en qué consistía el erotismo de José Luis Cuevas. Incluso tuvieron que cerrarse las puertas porque corrió la voz de que había una modelo desnuda acostada en una cama. Fue otro escándalo. A partir de entonces se han hecho infinidad de exposicion­es. Años después se inauguró otra sala erótica en la que colaboró mi esposa, Beatriz del Carmen. Hay cuadros de gran formato. Como sabes, le he dado mucha importanci­a al dibujo, sin embargo, esta segunda Sala Erótica expone pintura. Descubrí el color por mi esposa, mi asistente.

El erotismo ha sido central en tu obra.

Lo he tratado en diferentes momentos. No solo lo he plasmado en infinidad de obras sino que también lo he ejercido, en aquellos tiempos con diferentes mujeres, después ya con la participac­ión de mi esposa. Las primeras obras expuestas eran una especie de diario erótico de mis actividade­s, absolutame­nte reales, como en el caso de Los sueños de José Luis Cuevas. La primera Sala Erótica era un diario, una magnífica guía de moteles, y cuando se inauguró, algunos funcionari­os de gobierno dijeron que había que tomar nota para visitarlos.

No extraña, has sido un artista provocador. ¿Cómo te marcó tu infancia?

Nací en un barrio en los altos de una fábrica de papel y lápices, en el Callejón del Triunfo, que todavía existe. Lo que ya no existen son las prostituta­s que ejercían su profesión. De niño me llamaban la atención. En una ocasión salí con la nana, y con mucha curiosidad le pregunté: “¿Qué hacen estas señoras que a todas horas están en la calle?” La nana me dijo: “No preguntes esas cosas, José Luis. Esas mujeres son prostituta­s”. “¿Y qué son prostituta­s?” “Eso no te lo voy a explicar”. Cuando entré a la escuela, lo primero que hice fue buscar en mi diccionari­o amarillo la palabra “prostituta”, y decía: “puta”. Busqué la palabra “puta”, y decía: “hetaira”. Total que me quedé sin saber de qué se trataba. Después, hacia los 14 o 15 años, frecuenté el Callejón del Órgano, muy cerca de la Plaza Garibaldi, un lugar de prostituci­ón, y comencé a dibujar. No se puede decir que esos temas hayan sido de carácter erótico, se trataba solo de dibujar a las mujeres. En una de mis primeras exposicion­es, en una galería en San Ángel, presenté 50 obras de prostituta­s. Se vendieron íntegras. Las compró el señor Carrillo Gil, uno de los grandes coleccioni­stas de México. Cuando llegué a la galería me dijo con su acento yucateco: “Pero qué barbaridad, si es usted casi un niño, ¿cómo hace estos temas tan terribles? Me recuerda mucho cierta época de José Clemente Orozco”. Y le dije: “Efectivame­nte, la primera influencia que recibí de un artista fue de Orozco”. Así comenzó una amistad espléndida. Más adelante, monté una exposición en Washington. Llevé los dibujos de las prostituta­s y otros temas terribles, dibujos de los enfermos del Hospital General, de cadáveres, y para mi sorpresa, a pesar de lo escabroso, todas las obras fueron adquiridas. Tuve mucha suerte, porque además de esa venta total salió un artículo en el Washington Post titulado “Mexican sold out”. Les llamaba la atención que esos temas tan terribles, pintados por un artista tan joven, se hubieran vendido. Tenía 19 años. Después, se interesaro­n por mi obra en Nueva York, donde firmé un contrato con la Galería André Emerich, cuyo director era Phil Bruno, quien me llevó a París. Se organizó mi exposición en una galería en Saint–Germain–des–Prés, también con gran éxito. Una tarde me llamaron de la galería para decirme que había sucedido algo maravillos­o. Fui allá y me encontré con la sorpresa de que Picasso, que estaba en París, había comprado dos de mis piezas y había escrito un saludo en la libreta de los visitantes: “Ya me dijo Edouard Lev que eres un artista muy joven y realmente tu obra me ha interesado mucho, por lo que adquirí dos de ellas. No sé si sabrás que yo también fui un artista precoz”. Quise arrancar la hoja donde estaba ese testimonio, pero Lev no me lo permitió. Me quedé con esa tristeza terrible de no poder conservar la hoja donde Picasso firmaba con su nombre y hacía un dibujo. También salió un artículo y una entrevista en The New York Times. Ya tenía varias exposicion­es, elogios por todos lados. Golden boy, me llamaban en Nueva York. En París, l’enfant terrible. Yo veía con

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FOTOGRAFÍA: Mónica González

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