Lluvias, un daño que aumenta mientras la ciudad se expande
La solución del SIAPA no es integral pero sí es cara, advierte experto en desastres; eventos se han multiplicado por siete desde 1990
El 16 de julio de 1874, “desde las cuatro y media de la tarde, se desató una terrible tormenta que duró hasta las 10 de la noche. Las calles se convirtieron en ríos. El agua de la presa El Rosario salvó los diques, inundando una gran extensión del campo. En el acueducto se hundieron muchos pozos. En la plaza de armas, se derramaba el agua sobre el cono cañeduno, para convertir las banquetas de la misma plaza en lagos”.
Esta es una referencia periodística recuperada en la publicación Desastres agrícolas en México: catálogo histórico (volumen 2), de Virginia García Acosta, ?Juan Manuel Pérez Zevallos, ?América Molina del Villar. El Rosario, que todavía en los años sesenta del siglo XX era una demarcación rural, se ha sumado hoy a la gran conurbación. Y no desparecieron las tormentas intensas. Lo que sí fue borrado en el siglo y medio posterior al diluvio relatado, fue el territorio natural.
“Ciertas zonas del área metropolitana de Guadalajara [AMG] se anegan durante el temporal y causan daños a la propiedad y la integridad física de las personas. El problema se presenta en todas las superficies urbanas del planeta por causas muy similares: la urbanización y el mal manejo del ciclo natural del agua y del entorno físico. En el caso específico del AMG, las causas de orden natural derivan de que no se respetó el ciclo natural del agua; de orden urbano, que las urbanizaciones y algunas grandes edificaciones no respetaron la topografía urbana y se construyó sobre las subcuencas, los arroyos, junto a las laderas de las barrancas y en las zonas de infiltración subterránea, además de los efectos de la pavimentación en la impermeabilización del suelo, que hace que la superficie se sature de agua en pocos minutos en una tormenta extrema”, refiere el director técnico del SIAPA, Alejandro Gutiérrez Moreno.
Así, agrega, “los arroyos prin- cipales y afluentes secundarios se convirtieron en avenidas que alojan miles de kilómetros de redes de drenaje y colectores”, pero “no toda el agua pluvial se desaloja mediante la red de tubería que llega a trabajar con aguas combinadas, el recorrido del agua se vuelve lento y dañino como resultado de que la capacidad física no es suficiente para los volúmenes pluviales”.
Los estudios del equipo de trabajo que lidera el geógrafo Luis Valdivia Ornelas, de la UdeG, marcan el entubamiento del río San Juan de Dios a principios del siglo XX y la urbanización del arroyo El Arenal, más de medio siglo después, como referentes que después se aplicaron en todas las modificaciones al sistema de cauces de la hoy metrópolis.
“Impermeabilizando y compactando el suelo ha modificado severamente la repartición de los componentes del balance hidrológico, en particular la relación infiltración–escurrimiento–velocidad y el sistema de conducción, lo que provoca que ahora sean las calles por donde tiende el agua a dirigirse, con los problemas y riesgos para la población”, apuntaba el catedrático en una conferencia sobre el tema, en junio de 2013.
“Los reportes que tenemos de los últimos diez años indican que hay un promedio de 80 eventos de inundación severa cada año, arriba de 35 a 40 centímetros […] tenemos desbordes de canales, de cuerpos de agua, de colectores, anegamientos en zonas bajas y pasos a desnivel. Nos damos cuenta de que cada vez circula más agua en las calles, y a mayor velocidad; por lo tanto, hay más peligro”.
“El impacto de todo este panorama afecta de manera primordial en los servicios urbanos. Cuando esto sucede surgen múltiples problemas en los servicios de luz, lo que genera problemas graves en la movilidad urbana. Llegan a colapsarse amplios sectores del tránsito vehicular y se incrementan 30 por ciento los accidentes viales. Hay retrasos en la población cuando se dirige a sus sitios de destino y esto trae gastos importantes a los habitantes, amén de los riesgos”. Alguna vez, cuando el territorio no había sido alterado de forma significativa, llegaba a infiltrarse de 70 a 85 por ciento del agua precipitada, lo que surtía al acuífero que fue fuente de abasto única de la ciudad hasta 1955. Hoy la relación se ha invertido.
Valdivia Ornelas sostiene que la visión casi restringida a la ingeniería que ha tenido el SIAPA provoca que las soluciones sean costosas y paradójicamente insuficientes.
“Normalmente lo ven como un asunto de colectores, aunque últimamente han incorporado la visión de retener el agua […] yo creo que ha faltado verlo de modo más integral, más preventivo, trabajar mucho en las partes altas para evitar que esa agua baje en los volúmenes que puede hacerlo y causar grandes desastres, se necesita recuperar las capacidades naturales para que el agua reduzca el riesgo que produce”.
Es decir, tubos, colectores, depósitos, pero los urbanizadores no son sujetos de control en las partes altas, que es donde en el pasado, el agua se retenía de forma natural sobre un suelo que se nutría del temporal. “Es necesario conocer los cambios espacio-temporales del cauce, la cuenca hidrográfica y sus implicaciones en el cambio del régimen fluvial. Habría que determinar el tamaño adecuado de colector, pero sobre todo, se deben implementar soluciones ambientales, como la reapertura de espacios de captación y conducción de agua a cielo abierto, y la reforestación de área verdes”.
Hace 20 años, el SIAPA determinaba 70 zonas inundables en la mancha urbana. Esta creció exponencialmente (más del doble desde 1995). Ahora se han registrado unos 350 puntos.
Pero sin duda, en sus años decimonónicos, una ciudad que sólo sumaba algunos centenares de hectáreas, ya vivía las inclemencias del temporal. Es un aviso, que como El dios pardo de Los cuatro cuartetos de Eliot, fue olvidado: El 4 de junio de 1875, “cayó una terrible tormenta de granizo cerca de Cajititlán, que destruyó algunas arboledas y mató cerca de 200 animales de ganado vacuno y lanar”, señala el recuento arriba referido. Cajititlán, antes hogar de algunos centenares de vecinos, es hoy uno de los extremos del AMG, donde hoy las huellas de la urbanización, el cemento, y la tortura inducida a la hidrografía causan estragos a sus populosas comunidades humanas.