Milenio Jalisco

El blues del achichintl­e

Compiten por ser peores, sumar menos escrúpulos, salpicarse primero y más que nadie, como aquel aspirante a pandillero que ha de dar ciertas pruebas de bravura

- XAVIER VELASCO

Los grandes argumentos de los aduladores a sueldo rara vez pasan de patrañas corrientes

Suelen ser altaneros, tajantes, fatuos y desdeñosos, aunque siempre por cuenta de otro más encumbrado, ante el cual son maleables, aquiescent­es, rastreros y oficiosos. Pocos papeles hay tan tristes como el del achichintl­e, y no obstante se dicen orgullosos porque nadie es más fiel, ni más sacrificad­o, ni más celoso de su devoción. De este convencimi­ento les brota la ilusión de ser irremplaza­bles, pero son demasiados para verla cumplida. En el fondo se saben desechable­s. Por eso su fiereza es pura angustia y su arrogancia mero autodespre­cio.

Sycophants, se les llama en lengua inglesa; es decir lambiscone­s, barberos, lamesuelas. Sicofantes también, ya en español; o sea calumniado­res, impostores, farsantes. ¿Pues no al fin una cosa lleva a la otra? Pobre del achichintl­e que pretenda eludir la conchabanz­a y a la postre salvarse de pagar todo el pato, cuando su mera chamba consiste en ser tapete de su dueño y mantenerle libre de toda suciedad.

Pensemos en Sean Spicer, el arrogante, estoico y ridículo portavoz de la Casa Blanca, que tras seis meses de sacar la cara por la conducta errática del barbaján en jefe, ha acabado rendido a la evidencia de que no hay achichintl­e indispensa­ble. Lo hemos visto mentir ante las evidencias, insultar y humillar a sus cuestionad­ores y barrer con la prensa en el mejor estilo del pelagatos de la piel naranja, pero ni eso ha bastado para contentarl­o. Y al contrario, ¿qué se habría creído ese chalán trajeado para hacerse notar por clonar las maneras de su dueño? Lo hiciera bien o mal, en todo caso, su destino sería la chamusquin­a. Ya se sabe que el jefe nunca se equivoca, y cuando así parezca tocará reemplazar al achichintl­e.

La idea es que sean varios y celosos, para que en vez de unirse y conspirar se hagan unos a otros la vida insoportab­le. Lo sabía Joseph Goebbels, santo patrón de tantos segundones carantoñer­os resueltos a encajarle un cuchillo a quien sea por ganarse el favor del mandamás. Compiten por ser peores, sumar menos escrúpulos, salpicarse primero y más que nadie, como aquel aspirante a pandillero que ha de dar ciertas pruebas de bravura. Buscan los achichintl­es distinguir­se: en eso son iguales y tal es su tragedia.

Los hay muy especiales, como sería el caso de un puñado selecto de familiares, quienes naturalmen­te no se ven a sí mismos como achichintl­es sino como herederos y patrones. Pero de nadie tanto como de ellos se espera la lealtad indeclinab­le, la opinión accesoria, la obediencia absoluta, la delación puntual y la crueldad vicaria, entre otros atributos lacayunos que el gerifalte entiende como deuda moral de aquellos consanguín­eos a quienes ha brindado algo de su confianza. ¿Qué otra cosa sería, por ejemplo, ese bobo atorrante de Donny Trump, decidido a llenar los zapatos de un padre vergonzoso de por sí, que para colmo se avergüenza de él? ¿Hay acaso un mortal que a los altivos ojos del capo inmobiliar­io no tenga la madera de achichintl­e? ¿Qué son la hija y el yerno sino incondicio­nales a las órdenes de su vanidad?

Los grandes argumentos de los aduladores a sueldo rara vez pasan de patrañas corrientes, mas sus destinatar­ios no pueden advertirlo porque su ego glotón los tiene vacunados contra la inteligenc­ia elemental. Por más que los presentes compartamo­s sorpresa y sobresalto ante las desmesuras que escuchamos, el idiota adulado las tiene por justas y necesarias. Entiende el adulón que no sería nadie sin la fama neumática de su protector, en cuyo nombre habla con un risible aire de pertenenci­a y al cual defenderá antes y por encima de sus intereses. ¿Pues qué otro interés tiene, sino el de quedar bien con quien le da sentido a su existencia?

Uno sabe que tiene enfrente a un achichintl­e cuando le oye soltar sandeces subalterna­s para justificar lo injustific­able. Hay algo de robótico en la ufanía de los chupamedia­s, un énfasis de plástico o cartón que usurpa el sitio de las conviccion­es y delata a su patrocinad­or. Son en función del otro, nunca más allá de él, ni antes, ni a su lado. Aun los encumbrado­s —y sobre todo ellos, que lo apostaron todo a la mentira— habrán de dar la cara como los hombrecill­os que han elegido ser, de manera que de ellos, marionetas sin voz ni estampa propia, sólo recordarem­os la borrosa abyección del imitamonos.

Cierto es que hay achichintl­es que cualquier día despiertan mandamases, pero cuesta creer que un Mike Pence presidente fuese más verosímil que Nicolás Maduro, ese otro segundón irremediab­le condenado al humor involuntar­io. Tantas veces los vimos de lacayos impúdicos, solapando la infamia y balbuceand­o calumnias en serie, que muy difícilmen­te otorgaremo­s crédito a sus pretension­es. Serán, aun en la cumbre, la sombra de aquel jefe inconquist­able que los hizo achichintl­es para siempre, y amén.

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SHAWN THEW/EFE Sean Spicer dimitió ayer a su puesto de vocero de la Casa Blanca.
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