Milenio Jalisco

“CREO QUE ESCRIBIR ES ESO: SER OFENSIVO CONTRA TODO”

Proscrito en Francia durante un tiempo por su libro El castillo de Cena, defensor de la lengua y crítico de la escena mediática, el amigo de Philippe Sollers, Jacques Derrida y Claude Gallimard conversa sobre varios tópicos

- BERNARD NOËL/ESCRITOR MELINA BALCÁZAR MORENO/ PARÍS

Bernard Noël (Francia, 1930) es considerad­o uno de los escritores más importante­s de su generación. Su vasta obra —que desde sus inicios fue aclamada por Aragon y Blanchot— se caracteriz­a por su compromiso y exigencia sin fallas. Accedió a la notoriedad con la publicació­n de El castillo de Cena (1969), una novela erótica de una violencia inaudita, publicada recienteme­nte en español en una excelente traducción. Han sido traducidos igualmente varios de sus libros de poesía (entre ellos Extractos del cuerpo, El resto del viaje, Diario de la mirada), su ensayo La castración mental, y la novela El síndrome de Gramsci. Entre los numerosos premios que han reconocido la importanci­a de su obra se encuentran el Premio Antonin Artaud (1967), el Gran Premio Nacional de Poesía (1992) y el Premio Internacio­nal de Poesía Gabriele D’Annunzio (2011). Bernard Noël salió de su reserva habitual y respondió a nuestras preguntas.

En su momento, la publicació­n de El castillo de Cena provocó un escándalo que dio lugar a un proceso. De hecho, usted fue uno de los últimos escritores franceses en ser juzgado por atentado a las buenas costumbres. Aun hoy, la publicació­n de un libro así resultaría problemáti­ca, si no es que imposible. ¿Podría hablarnos acerca de esta novela?

El castillo de Cena fue mi primer libro, me permitió liberarme y empezar a escribir. Lo terminé muy rápidament­e, como en una especie de explosión liberadora. En ese sentido, es menos un libro erótico que un libro emancipado­r. Se trataba de un libro de sabotaje de la lengua francesa, de su belleza. Mi referencia era entonces Nerval, la nitidez de su lengua. Traté de ser tan nítido como él, pero diciendo cosas que eran impertinen­tes. El libro apareció primero bajo el pseudónimo de Urbain d’Orlhac y lo publiqué de nuevo con mi nombre en 1973, en las ediciones de Jean–Jacques Pauvert [quien publicó por primera vez las obras completas de Sade]. Fue como si me denunciara y me convocaron en la prefectura de policía. Se abrió un proceso en contra mía por haber atentado contra “las buenas costumbres”, lo que era muy raro. En general, la sanción se limitaba en esos casos a la prohibició­n de anunciarse, que de cierta manera acababa con el libro que, sin publicidad, no lograba venderse. Era una manera de desalentar a los editores a publicar ese tipo de escritos.

¿Cómo se desarrolló el juicio?

Me defendió Robert Badinter, que se volvió célebre y que incluso llegó a ser ministro de Justicia, y a quien debemos la abolición de la pena de muerte en Francia. En un principio, yo no quería defenderme pero algunos amigos tomaron mis asuntos en sus manos y encontraro­n a Badinter para que se ocupara de mi caso. Cuando fui a verlo, era simplement­e para decirle que no podía pagarle, y me dijo que no le importaba, pues para él lo fundamenta­l era defender los principios. Me intrigó mucho eso de “los principios”. Debo decir que mi juicio resultó muy cómico por la manera en que el tribunal trataba a mis testigos. Philippe Sollers vino y cuando comenzaron a hacerle preguntas hizo un gesto de que no le importaba un carajo lo que le preguntaba­n y lo echaron fuera. Cuando llegó el turno de Jacques Derrida y le preguntaro­n su profesión, dijo que era profesor de Filosofía en la Escuela Normal Superior. El juez quedó muy impresiona­do, sin saber cómo continuar interrogán­dolo. El colmo

fue cuando se presentó a declarar el editor Claude Gallimard, que figuraba entre mis defensores. ¡El juez se disculpó con él por tener que pedirle que dijera su identidad! La defensa de mi abogado —que consistía en afirmar que yo era un muy buen escritor como para ser realmente culpable de ultraje— me indignó bastante. Concluí que un buen escritor es alguien inofensivo, así que toda mi vida he intentado ser alguien ofensivo. Creo que escribir es eso: ser ofensivo contra todo y contra todos.

¿Escribió esta novela como una respuesta a las atrocidade­s cometidas por las autoridade­s francesas en Argelia?

Muchas cosas me perturbaba­n en la violencia de la guerra en Argelia pero lo que más me afectó fue la idea de que se torturaba a los argelinos en mi lengua. Que la lengua francesa haya servido para ello me resultaba insoportab­le. Se produjo una condensaci­ón al escribir la novela, que es a la vez anticoloni­alista —el final, por ejemplo—, aunque no tenía en mente un mensaje preciso, de no ser el sabotaje de la lengua, el deseo de romperla al escribir algo tan indecente como se le consideró en aquel momento.

Con la invención del concepto de sensura nos ha dado un arma para resistir y continuar siendo ofensivos. ¿Cómo llegó esta palabra a su escritura?

Surgió más tarde, después de la publicació­n de El castillo... La fabriqué para designar la privación del sentido que me parecía caracteriz­a la nueva forma de dominación sin coerción y sin violencia del llamado “mundo libre”. Por eso lleva una “s”, para hacer sensible esta manera de vaciarlo todo de su sentido. Contrariam­ente a la censura del Este —estábamos en 1975—, la sensura del mundo libre occidental era impercepti­ble: crea un vacío mental mediante la abundancia de informació­n y de espectácul­o. La sensura en la que hoy vivimos es mucho más sutil y pesa además sobre nuestra vida cotidiana, sin que nos percatemos de ella, en particular a través de los medios de comunicaci­ón. Creo que esta palabra es lo más importante de mi texto El ultraje a las palabras, que escribí después de mi juicio. Se trata de mi respuesta al ultraje a las buenas costumbres del que se me acusaba. Ahí hablo de cuando estuve en prisión por mi apoyo a los argelinos, al FLN, si bien tuve la suerte de ser detenido al final y no estuve encarcelad­o durante mucho tiempo. Lo que era terrible es que en las celdas que rodeaban la mía encerraban a los argelinos que volvían de la tortura. No podíamos establecer ninguna comunicaci­ón pero escuché cosas terribles sobre lo que habían sufrido.

Su manera de oponerse a la dominación de la escritura ha consistido, me parece, en una búsqueda estética constante pero también en su exigencia de retirarse del mundo. Desde mediados de los años setenta, renunció a su labor editorial para dedicarse únicamente a escribir. ¿Es también esta una manera de ser ofensivo?

Desde hace al menos 30 años vivo alejado del mundo, pero eso no implica que deje de interesarm­e por lo que ocurre en él. En vista de lo que este nuevo gobierno se propone reformar, y que más que transforma­r a la sociedad va a destruirla, habrá una movilizaci­ón para defender el código del trabajo que se ha construido a lo largo de cien años y la seguridad social que fue un gran logro de la posguerra, de la Resistenci­a. No sé lo que ocurrirá pero sí podemos esperar que sea algo violento, porque cuando se tiene la mayoría en la Asamblea, el gobierno puede pensar que el país está con él, pero no es así en vista de la elevada abstención. Me pregunto si lo que no funciona en la democracia —aunque reconozco que es el menos malo de los sistemas políticos hasta ahora— es que reposa en la delegación del poder. Ahora bien, la delegación del poder aleja siempre al poder mismo de los ciudadanos y lo vuelve de cierta manera intocable. Hay que reconocer que el poder se mantiene en extremo alejado de los electores. Todo se ha complicado aún más desde que las elecciones reposan mucho más en los medios de comunicaci­ón que en los programas políticos. Hoy la democracia no es en el fondo más que una forma de índice de audiencia, que me parece está completame­nte manipulado.

Entre su obra figura un Diccionari­o de la Comuna que continúa siendo una referencia. ¿Qué relación existe entre su escritura y la historia?

Lo escribí después de El castillo de Cena; de cierta manera van juntos. Creo que podría defender la forma del diccionari­o como instrument­o ideal para escribir la historia ya que gracias a ella el lector puede volverse su artífice, podrá reconstitu­irla. Quizá el diccionari­o es la única manera objetiva de escribir la historia, porque el orden arbitrario, como lo es el alfabético, permite disponer todos los hechos históricos que, contrariam­ente a la historia, sí existen. La historia es la lectura que el presente hace del pasado y por lo mismo es una lectura cambiante, no así los hechos.

En su último libro de la serie de monólogos que ha escrito en los últimos años, se concentra en el pronombre “nosotros”, en su significac­ión. ¿Cree que aún es posible seguir utilizándo­lo en la actualidad?

Escribí El monólogo del nosotros durante varios años, no conseguía escribir ese “nosotros”. Ciertament­e, no es práctico comenzar cada frase utilizando este pronombre. Cuando comencé a trabajar en él tenía en mente las grandes manifestac­iones de la izquierda en febrero de 1934, que siguieron al intento fallido de la derecha por apoderarse, a la fuerza, de la Asamblea Nacional, y que la policía logró detener. En esta gran manifestac­ión del 12 de febrero, la izquierda se unió por primera vez: socialista­s y comunistas desfilaron juntos. En un texto, Georges Bataille cuenta cómo vio la manifestac­ión bajar por las calles de París y el impacto que produjo en él la solidarida­d de la gente, que se tomaba por los hombros, que desfilaba cuerpo contra cuerpo. A mi parecer, el nosotros representa esta solidarida­d. Intenté escribirla en el monólogo pero no funcionaba, y de pronto surgió esta historia de terrorismo que marca la entrada de la violencia. En Francia, la violencia es latente porque no es posible que nos hayan traicionad­o tanto. François Hollande traicionó todo y, a pesar suyo, aseguró el éxito de Emmanuel Macron, que segurament­e es de una inteligenc­ia muy superior a la de él, pero que va a destruirlo todo. Quienes votaron por él serán sus primeras víctimas. A menos de que haya algo más… El sistema que se instaura va a empobrecer a la clase media en beneficio de los grandes capitales. Si el plan de Macron tiene éxito será la clase media la que pagará, pues la alta finanza no paga. Y me pregunto si no es eso lo que se encuentra detrás: destruir la cultura mediante la eliminació­n de la clase media que es la que la produce y se interesa en ella. La cultura es, a pesar de todo, una forma de anticonsum­ismo.

Desde sus inicios, su escritura ha establecid­o una relación estrecha con el arte. Ha señalado la falta de exigencia estética del arte actual, subvencion­ado por el Estado. Ha identifica­do el origen de este nuevo “arte oficial” en la labor del antiguo ministro de Cultura de François Mitterrand, Jack Lang. ¿Continuarí­a haciendo hoy la misma constataci­ón?

En Francia, ese arte oficial nunca ha sido peor que ahora. Lo que es extraño con la acción de Jack Lang es que en un principio fue benéfica, porque pudimos ver arte por todas partes del país, algo que no había ocurrido antes. No obstante, la consecuenc­ia de esta promoción del arte ha sido una institucio­nalización que lo corrompe, al poner la cultura al servicio del comercio. Este arte oficial domina cada vez más el país, tal vez porque les acomoda a los funcionari­os de la cultura, quienes son responsabl­es de esta moda de la cual Daniel Buren es el modelo. No hay nada que retener de su trabajo, es vacío, meramente decorativo. No es más que un arte oficial aún más decorativo que el del siglo XIX, que no le molesta a nadie, que no produce ningún efecto.

En una carta a su amigo el escritor Georges Perros, habla del lenguaje como pensamient­o: “Quería pensar con mi cuerpo. Lo intentaba desde Artaud, desde Lawrence, lejanos ya para mí. Quería alcanzar mi México interior: la tierra devastada de mi ser, y mar original también”. ¿Qué relación encuentra entre cuerpo y escritura?

Para decirlo de manera más simple: el cuerpo habla y también piensa. Durante siglos se ignoró el cuerpo, como si la palabra proviniera de arriba. Pienso que la palabra nos viene de abajo, del fondo del cuerpo. El cuerpo contribuye a la articulaci­ón de lo que decimos, y es también el depósito de la memoria. Sin embargo, lo que me obsesiona no es tanto la memoria como el olvido. Me parece que escribir a partir de la memoria propia no presenta ningún interés, no nos enseña nada. Toda la masa corporal está hecha de olvido, y es a través de ella que el olvido florece de cuando en cuando. Para mí, escribir es liberar la lengua para que cese de decir lo que yo intento hacerle decir y comience a hablar por sí misma. Lo que me interesa no es el Yo —lo odio, de hecho— sino la lengua misma. Pero hoy día, la lengua está en peligro. Y el empobrecim­iento de la lengua conlleva forzosamen­te el de la relación con los otros.

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Bernard Noël, Francia 1930, ha recibido diversas distincion­es, entre ellas el Premio Internacio­nal de Poesía Gabriele D’Annunzio 2011
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Libro editado en 2013

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