Milenio Jalisco

Cementerio de basura

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U n grupo de inquilinos se quejaba constantem­ente del aroma a putrefacci­ón que emanaba de un departamen­to en Filadelfia. Al arreciar las protestas, el hombre que ocupaba la vivienda tuvo que mudarse, no sin antes solicitar que nadie ingresara a su propiedad en renta, pues —explicó— aún había algunos muebles por rescatar.

El individuo nunca regresó. El 9 de agosto de 1987 la policía, al mando del oficial Pete Scallatino, derribó la puerta del departamen­to y una sucursal del infierno se abrió ante los ojos de los uniformado­s, solo que en lugar de lenguas de fuego encontraro­n kilos de basura: jirones de prendas de vestir, revistas, platos con desechos de comida, jeringas, cucharas, vasos y botellas rotos, así como excremento de animales y humanos.

Aun así, el aroma a putrefacci­ón era demasiado para ser solo producto de la acumulació­n de basura. El grupo de oficiales se distribuyó por la casa de dos plantas. Scallatino caminó hacia una de las habitacion­es.

La puerta estaba cerrada. El agente intentó abrirla, pero algo la obstruía. Se asomó por el ojo de la cerradura y vio lo que parecía ser un cuerpo humano. Con la participac­ión de algunos elementos a su cargo lograron que cediera la hoja de madera. Efectivame­nte, era el cadáver desnudo, en proceso de descomposi­ción, de una mujer negra. La oscuridad del apartament­o impedía el progreso de la investigac­ión. Con la ayuda de lámparas descubrier­on un cuerpo más, también de una afroameric­ana. Scallatino y sus ayudantes no se reponían de la sorpresa cuando escucharon el grito de unos compañeros anunciando que habían encontrado un esqueleto bajo la basura en la segunda planta del inmueble. Minutos más tarde fueron rescatados otros restos ocultos en un armario. La lluvia, la oscuridad de la noche y la gran cantidad de desecho evitaban que la policía continuara su auscultaci­ón. La jornada se cerró con la recuperaci­ón de seis cuerpos de mujeres, aunque en ese momento se desconocía si todas eran afroameric­anas. Al otro día, después de remover la basura del apartament­o y de buscar en terrenos adjuntos, las autoridade­s hallaron un último cadáver. Los vecinos señalaron que el hombre que había ocupado la vivienda se llamaba Harrison Graham, un afroameric­ano de 28 años, a quien sus conocidos considerab­an un individuo tranquilo que no se metía con nadie. Nadie ignoraba que Marty, como sus amigos apodaban a Graham, era un adicto a las drogas. Pero de ahí a pasar al asesinato serial, todos lo ponían en duda.

Transcurri­eron varios días antes de que el sospechoso se entregara a la policía a instancias de los consejos de su madre.

Graham padecía retraso mental, que se había agudizado con el consumo de estupefaci­entes. Explicó que su primera víctima fue su novia, quien era muy dominante y con la que el sexo no resultaba placentero. Tras una discusión fuerte, Graham estranguló a su pareja.

Posteriorm­ente violó varias veces el cadáver. El gozo que experiment­ó con el cuerpo muerto, resultó incomparab­le para Graham. Como tenía miedo de deshacerse del cadáver sin que la policía lo descubrier­a, simplement­e decidió conservarl­o en su apartament­o.

Con respecto a las otras víctimas, señaló que las contactaba en bares, las invitaba a pasar la noche con él, aunque no se explicaba cómo es que las mujeres amanecían muertas a su lado, lo que no era obstáculo para que obtuviera gratificac­ión sexual con la práctica de la necrofilia.

Harrison Graham fue condenado a muerte, pero los exámenes psiquiátri­cos ulteriores no pudieron demostrar qué tan severa era su enfermedad mental, por lo que las autoridade­s decidieron sentenciar­lo a prisión de por vida.

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MOISÉS BUTZE

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