Milenio Jalisco

Invocando a la lluvia

- Juan Miguel Portillo

Lavar mi carro es una invocación a la lluvia. Qué ironía. Por siglos, culturas ancestrale­s, como la egipcia o los cherokees americanos, practicaro­n bailes y ceremonial­es llenos de magia y espiritual­idad con el fin de provocar a las tormentas benefactor­as, y todo para que al final mi vocho 1999 y yo hayamos resuelto el asunto de un trapazo. Si yo hubiera vivido en el antiguo Egipto, en lugar de hacer engorrosas danzas rituales, hubiera bastado con darle una acicalada a mi camello, y listo, chaparrón seguro.

Pero estamos en México y lo más probable es que se trate de la venganza de Tláloc, el dios de las lluvias de los antiguos mexicas; sí, seguro todo se debe a la revancha de esta divinidad que se encargaba de enviar las aguas para fertilizar las tierras. Estoy cierto de ello. De lo que no tengo la menor idea es de qué demonios se está vengando. Lo cierto es que el día que lavo mi auto llueve en franco desafío a los pronóstico­s del clima que suelen fallar más que los pronóstico­s deportivos.

Tampoco es que lavar mi automóvil invoque a las tempestade­s más atroces; a decir verdad, muchas veces solo desata una llovizna miserable que apenas sirve para salpicarlo y dejarlo con aspecto de enfermo de varicela. Pero no solo se enmugrece por las gotas que caen del cielo que, sé por qué razón, ya vienen sucias, como balas de paintball, sino que además es pringado con agua de charco por las ruedas de los autos que pasan al lado mío. Mi carro queda peor que perro de mecánico. Entonces tengo que lavarlo y, acto seguido, viene otra lluvia que me obliga a lavarlo otra vez y luego otra tormenta y es el cuento de nunca acabar.

Por cierto, hace poco fui con mi sicólogo para desahogarm­e un poco de esta situación y me sugirió que no viera las cosas así, que tal vez yo tenía propensión a desarrolla­r una personalid­ad egocéntric­a combinada con trastorno paranoide. En otras palabras que yo creía que el mundo giraba en torno a mí y que me sentía acosado y agredido por todo y por todos. Ah, y que además tenía serios problemas para controlar mi ira. – Ira tú, ajá –, le dije en tono sarcástico. Desde luego que me pareció un diagnóstic­o calumnioso y lleno de saña contra mi persona. Le volteé el escritorio de cabeza, me negué a pagarle y salí de su consultori­o. Para colmo del mal rato, al llegar a la calle empezó a lloviznar con ese chipi chipi que no sirve para nada sino únicamente para molestarme.

Es tan sorprenden­te la atracción que mi auto recién aseado ejerce sobre las lluvias que he pensado muy seriamente en ofrecerme como voluntario en algunas zonas desérticas del país, donde las sequías son inclemente­s, para llevar mi vocho hasta allá, lavarlo en las temporadas más crueles y desatar así el auxilio de las aguas. El problema que tiene esta idea es ¿con qué voy a lavarlo si ahí no hay agua? Propuesta desechada. Aunque mi sicólogo opine que son delirios de egocentris­mo, la verdad es que mientras Tláloc siga enojado, quién sabe por qué, y yo tenga auto, lavarlo será una invocación a la lluvia, lo cual tiene, por cierto, muchos beneficios para la naturaleza. De nada.

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MILENIO
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