#SinVotoNoHayDinero
En días pasados, la Suprema Corte avaló la reforma a través de la cual la legislatura de Jalisco modificó su esquema de financiamiento a los partidos políticos nacionales. Conforme a las nuevas reglas, el monto de dinero a distribuir en años electorales no se calculará sobre la base del número de personas inscritas en el padrón electoral, sino en función del número de votos válidos obtenidos en la última elección de diputados. Con esta fórmula se buscó reducir la cantidad de dinero destinada a los partidos políticos y, adicionalmente, incentivarlos a generar un mayor entusiasmo ciudadano, pues en la medida que persista la apatía, su acceso al financiamiento no podrá aumentar.
La cuestión a resolver por la Corte —cuya función de control de las leyes electorales previamente al inicio de los procesos cumple una función legitimadora de las reglas del juego— era si conforme a la distribución de competencias previstas en nuestra Constitución, el legislador jalisciense estaba autorizado a establecer este mecanismo, distinto al previsto para el financiamiento de los partidos políticos locales y a los nacionales en el ámbito federal.
Navegar las aguas del derecho constitucional electoral mexicano no es tarea sencilla. Nuestra Constitución regula esta materia a través de un entramado complejo de normas, que parecen más bien recovecos, en los que se hallan reglas de aplicación a escala nacional; competencias exclusivas de la Federación; competencias concurrentes en las que las entidades federativas pueden legislar en términos de lo que dispongan las leyes generales; normas transitorias que imponen contenidos mínimos a dichas leyes generales; así como ámbitos reservados a las entidades federativas.
La Corte ha tratado de hacer sentido de todo ello, y ha buscado construir un cuerpo coherente de precedentes, que permita dar certeza y previsibilidad a sus fallos. Así, en materia de financiamiento público, hemos sido claros en señalar que la Ley General de Partidos Políticos es parámetro de validez de las legislaciones estatales; es decir, que las entidades federativas deben atender a las directivas contenidas en dicho cuerpo normativo y, en tal sentido, hemos invalidado normas que establecen fórmulas diferentes para el financiamiento que otorgan los estados a los partidos políticos locales, porque al respecto la ley general establece lineamientos claros y vinculantes para los organismos públicos locales electorales.
Sin embargo, el caso de la llamada nos presentó con una problemática diferente. No se trataba de una regulación sobre el financiamiento que las entidades federativas deben otorgar a los partidos políticos locales, sino a los nacionales, tema en el que la Ley General de Partidos Políticos señala expresamente que las reglas respectivas las decidirán las leyes estatales.
La Corte optó por interpretar esa cláusula en el sentido de que otorga una amplia libertad para que las legislaturas locales definan los mecanismos de financiamiento a los partidos políticos nacionales, siempre y cuando sean equitativos; esto es, que no estén diseñados para favorecer o perjudicar indebidamente a alguno de los partidos que participarán de ese financiamiento.
Es difícil afirmar que en nuestro país existe un federalismo electoral. Como producto de nuestro proceso histórico de transición democrática tenemos una Constitución con una importante densidad normativa, que impone principios rectores, bases mínimas y reglas específicas, pero que en realidad no deja demasiado a la imaginación. A pesar de ello, la Corte ha tratado de salvaguardar la facultad de las entidades federativas para darse sus propias reglas, analizar sus propias necesidades y dar salida a sus problemas particulares, en los ámbitos que la Constitución autoriza.
La constitucionalidad de #SinVotoNoHayDinero, por un lado, es una afirmación de estos espacios para la experimentación política en las entidades federativas, pero sobre todo, permite abrir el debate en torno a los costos de nuestra democracia, la manera de enfrentar la crisis de los partidos políticos y las fórmulas a través de las cuales podemos recuperar la confianza de la ciudadanía en el proceso político.