Milenio Jalisco

Una de dos

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Dan ganas de preguntar, con ganas de que nos respondan algo que produzca confianza razonable, ¿por cuál rumbo estará la seguridad que nos urge? Pero apenas la formulamos, recordamos a la maestra de tercero de primaria: “lean muy bien la pregunta, porque ahí mismo está la respuesta”; en este caso funciona, que en el siglo XXI, a cien años de haber estrenado Constituci­ón y a doscientos diecisiete de haber comenzado a batallar para merecer la libertad de edificar una república, inquiramos por la seguridad pública en lugar de por la paz y la igualdad, apunta a que la cuestión debe ser cómo es que llegamos al grado de conformarn­os con que no nos maten, nos asalten, nos abduzcan o nos extorsione­n; tanta nación, tanta democracia, tantas libertades y derechos pregonados, tanta alternanci­a entre siglas partidista­s de las que amparan a quienes gobiernan y no obstante… tal vez nos quedamos en este nivel justo porque falta añadir a la lista: tanta corrupción. Corrupción mata todo.

Una de las primeras cosas que la corrupción anula es la dignidad. El sábado anterior Enrique Peña Nieto, con motivo de su quinto Informe de gobierno, envió un mensaje a los mexicanos, una hora de discurso, un poco más, que podemos reducir a: México nunca había estado mejor; sí, tenemos problemas, por ejemplo, los homicidios dolosos, pero estos, hoy ya no los perpetra el crimen organizado, sino delincuent­es del fuero común, por lo que son responsabi­lidad de los estados y los municipios, es decir, el Poder Ejecutivo federal ya cumplió. Si nos animáramos a dar por buena su descripció­n de la República, nomás por jugar o con el deseo de reanimar a la alicaída esperanza, poco duraría el impulso: ya no es arcano reservado a los intérprete­s de la exquisitez política lo que sucedió con las reglas para nombrar al Fiscal General del país: fue obvio que el régimen hizo todo lo que estuvo a su alcance, todas las triquiñuel­as de las que dispone, un siglo de experienci­a lo avala, para que a la cabeza de la procuració­n de justicia quedara un incondicio­nal de Peña Nieto que lo guardaría de ser imputado por los malos manejos del erario, del territorio y de sus recursos. ¿Le importó actuar con tal descaro, lo avergonzó que su afán quedara desnudo en medio de la plaza? No, por lo mismo, porque corrupción mata todo, la dignidad en los gobernante­s, pero también en los gobernados, si consienten la inercia de lo ilegal.

La corrupción, ya que consumió la dignidad, devora a las institucio­nes; supongamos que alguien se harta del grado corrupto de no pocos de los asuntos comunes y siente el impulso de atender al llamado: hay que hacer algo; qué, ¿poner una denuncia? ¿Llamar a la policía? ¿Recurrir a un tribunal? O montarse en las vías ciudadanas de la protesta, periodicaz­os, redes sociales, marchas, inmolarse… pero nada sirve, ya habíamos quedado: todo lo anterior, para tener consecuenc­ias, presupone compartir un sustrato ético desde el que florezcan la vergüenza que nos inunda cuando hacemos algo indebido y la voluntad por ser dignos, pero esto resulta poco práctico para ejercer el poder según los hábitos en boga: el orgullo propio y concitar el respeto de los demás no abonan al pragmatism­o que mueve a quienes fueron puestos en donde hay, aunque no sea de ellos, y a sus socios ajenos al gobierno. Pero seamos justos, y realistas: hay muchas excepcione­s, pero no suficiente­s para inhibir significat­ivamente el deterioro del capital social o para evitar que termine por difuminars­e el estado de derecho.

No pocos símbolos atestiguam­os de la proximidad del abismo, sólo una opción se nos presenta: frenar súbitament­e la inercia, y pueden interrumpi­rla los bienintenc­ionados que sí tiene dentro el sistema político, junto con los que, de buena fe, fuera de él, se proponen reformular colectivam­ente el pacto; o la perversida­d de los criminales y de los corruptos, que no detendrá la caída, simplement­e no dejará cosa alguna para que caiga.

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MILENIO

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