Milenio Jalisco

Un pueblo en la oscuridad

Presentamo­s el fragmento de un cuento de Kazuo Ishiguro, reciente Premio Nobel, publicado en el New Yorker

- Kazuo Ishiguro Domingo 8 de octubre de 2017 José Abdón Flores

Hubo un tiempo en el que podía viajar por Inglaterra durante semanas y mantener una buena condición —cuando, en todo caso, viajar me dio ventajas—. Pero ahora que soy viejo me desoriento fácilmente. De modo que me perdí al llegar al pueblo después del anochecer. No podía creer que estaba en el mismo pueblo en el que no hacía mucho había vivido y venido a ejercer cierta influencia.

No reconocía nada, y me encontré caminando por calles sinuosas y mal iluminadas ceñidas por las típicas casas rurales de la región. A menudo, las calles se hacían tan estrechas que no podía avanzar sin que mi mochila o mis codos tallaran las paredes burdas. No obstante persistí, vacilando en la oscuridad en espera de llegar a la plaza del pueblo —donde al menos podría orientarme— o encontrar a alguno de sus habitantes. Cuando después de un rato no lo había logrado, el cansancio se apoderó de mí, y decidí que lo mejor sería escoger cualquier morada, llamar a la puerta y esperar que abriera alguien que se acordara de mí.

Me detuve frente a una puerta más bien desvencija­da, cuya viga superior era tan baja que, para entrar, debería agacharme. Una luz mortecina se filtraba por el quicio de la puerta, y podía escuchar algunas voces y risas. Toqué con fuerza para asegurarme que los ocupantes escucharan mi llamado. Pero alguien a mis espaldas dijo entonces “Hola”.

Era una joven de unos veinte años, vestida con unos vaqueros rasgados y un suéter roto, en medio de la oscuridad.

“Hace rato pasó a mi lado”, dijo, “sin hacerme caso”.

“¿Ah sí? Lo siento. No lo hice a propósito”. “Usted es Fletcher, ¿verdad?” “Sí”, dije, algo adulado. “Wendy pensó que era usted cuando pasó frente a nuestra casa. Todos nos emocionamo­s. Usted era uno de esos ¿no? Con David Maggis y los otros”.

“Sí”, dije, “pero Maggis no era gran cosa. Me asombra que te acuerdes de él. Había otros mucho más importante­s”. Enuncié una serie de nombres y me interesó ver que la joven asentía al escucharlo­s. “Pero esto pasó en otra época”, dije, “me sorprende que estés enterada de estas cosas”.

“Fue otra época pero todos somos expertos en ese grupo. Sabemos más que la mayoría de los viejos que estaban aquí entonces. Wendy lo reconoció al instante solo por sus fotos”.

“No sabía que los jóvenes tuvieran algún interés por nosotros. Siento no haberte hecho caso antes. Ahora que estoy viejo, me desoriento cuando viajo”.

Podía escuchar el bullicio al otro lado de la puerta. Llamé de nuevo, con mayor impacienci­a, si bien no deseaba dar por terminado el encuentro con la joven.

Me miró por un instante, luego dijo: “Todos los de esa época son así. David Maggis vino hace unos años. En el 93, o 94. Era así. Un poco distraído. Debe ser por tanto viaje”.

“Así que Maggis estuvo aquí. Interesant­e. ¿Sabes?, no era una de las figuras importante­s. No te dejes llevar por esa idea. Pero podrías decirme quién vive en esta casa”. Golpeé la puerta de nuevo.

“Los Petersons”, dijo la joven. “Son una vieja familia. Probableme­nte lo recordarán”.

“Los Petersons”, repetí, pero el nombre no me decía nada.

“¿Por qué no viene a nuestra casa? Wendy estaba muy contenta. El resto de nosotros también. Es una verdadera fortuna para nosotros, hablar con alguien de esa época”.

“Me gustaría mucho. Pero primero quiero acomodarme. Los Petersons, dices”.

Y volví a llamar a la puerta, esta vez con más fuerza. Finalmente abrieron, y del interior emanó luz y calidez hacia la calle. Un viejo se paró en el umbral. Me miró cuidadosam­ente, y luego preguntó: “No es Fletcher, ¿o sí?”

“Sí, y acabo de llegar al pueblo. He estado viajando durante varios días”. Meditó al respecto, y luego dijo: “Bueno, será mejor que entres”.

Era una habitación estrecha y desordenad­a, llena de madera áspera y muebles rotos. Un leño ardiendo en la chimenea era la única fuente de luz, que permitía ver algunas figuras encorvadas en la habitación. El viejo me condujo a una silla junto al fuego con una reticencia que sugería era la que él acababa de dejar. Una vez sentado, advertí que para ver a los otros en la habitación debía volver la cabeza. Pero la calidez de la hoguera se agradecía, y por un momento solo observé las flamas, una agradable debilidad me invadía. Se escucharon algunas voces a mis espaldas inquiriend­o si yo estaba bien, si había venido desde lejos, si tenía hambre, y yo replicaba lo mejor que podía, aunque era consciente de que mis respuestas apenas si eran adecuadas. Eventualme­nte, las preguntas cesaron, e intuí que mi presencia creaba un cierto malestar, pero estaba tan agradecido por el abrigo y la oportunida­d de descansar que no me importaba.

Pese a todo, cuando el silencio se prolongó durante varios minutos, decidí dirigirme a mis anfitrione­s con mayor cortesía, y me giré sobre la silla. Fue entonces, mientras lo hacía, que me invadió un intenso sentido de reconocimi­ento. Había elegido la casa al azar, pero ahora podía ver que no era otra sino aquella en la que había pasado mis años en este pueblo. Mi mirada se movió de inmediato hacia la esquina lejana —ya envuelta en la oscuridad— al sitio donde había sido esquina, donde alguna vez había estado mi colchón y había pasado varias horas tranquilas ojeando libros o conversand­o con cualquier gente que pasara. En los días de verano, las ventanas, y a menudo la puerta, permanecía­n abiertas para que la brisa refrescara el interior. Esos eran los días en los que la casa estaba rodeada por amplios campos y se escuchaban en el exterior las voces de mis amigos, tirados en los prados, hablando de poesía o filosofía. Estos preciosos fragmentos del pasado vinieron a mí tan poderosame­nte que fue lo único que me retuvo para no abalanzarm­e sobre mi vieja esquina.

Alguien me estaba hablando de nuevo, tal vez preguntand­o algo más, pero yo apenas si escuchaba. Al levantarme, miré entre las sombras hacia mi esquina, y distinguí una cama angosta, cubierta por una vieja cortina, ocupando más o menos el espacio exacto donde había estado mi colchón. La cama lucía muy tentadora, y de pronto interrumpí lo que el viejo decía.

“Mire”, le dije, “sé que esto es un tanto brusco. Pero, verá, he recorrido un largo trecho el día de hoy. Necesito reposar, cerrar mis ojos, aunque sea unos cuantos minutos. Después de eso, podemos hablar todo lo que desee”.

Podía distinguir las figuras en la habitación moviéndose incómodame­nte. Luego una nueva voz dijo, más bien en un susurro: “Adelante, pues. Tome una siesta. No se preocupe”. Pero ya caminaba entre aquel desorden rumbo a mi esquina. La cama estaba húmeda, y los resortes crujieron bajo mi peso; apenas me enrosqué dando la espalda a la habitación, mis muchas horas de viaje me asaltaron. Mientras me adormecía, escuché al viejo decir: “Es Fletcher. ¡Vaya que está acabado!”

Una voz de mujer dijo: “No deberíamos dejarlo dormir, ¿o sí? Va a despertar en algunas horas y entonces tendremos que permanecer con él”.

“Déjenlo dormir una hora”, dijo alguien más, “si al cabo de una hora sigue dormido, lo despertamo­s”.

Y en ese instante, un agotamient­o absoluto me venció.

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