Milenio Jalisco

Morir en la carretera

¿Quién querría ir y venir por caminos con pinta de cementerio, en vista de los miles de infelices que murieron ahí ya no por accidente sino por la sevicia de sus victimario­s?

- XAVIER VELASCO

Entre tantas nostalgias que se han puesto de moda, preocupa en especial la de las carreteras. De un tiempo acá dan miedo, más todavía de noche, pues más que incertidum­bre tiene uno la fundada convicción de que le irá tan mal como frecuentem­ente sugieren las noticias al respecto. Si en otro tiempo solíamos emprender las grandes travesías sin más preocupaci­ón que el trazo del camino y las probables imprudenci­as ajenas, ahora la osadía se nos va en preguntar por las expectativ­as de superviven­cia.

“De aquí a Reynosa llegas en seis botes”, sentenció cierta vez, hace ya varios años, el hombre que llenó mi tanque de gasolina en Monterrey. Se refería a los botes de cerveza que acabaría bebiéndome por el camino, cantidad que por cierto resultó tan exacta como hilarante. Hoy por hoy, ese mismo recorrido se antoja pavoroso incluso a mediodía, cuando lo más normal es toparse con naranjas regadas por la carretera, todas ellas rellenas de clavos, y eventualme­nte pasarle a una encima. De ahí al asalto, el secuestro o la muerte no hay sino unos minutos de miedo y desamparo, porque ya la emboscada es inminente.

Antes de que fueran espeluznan­tes, las carreteras solían ser románticas. Más allá del origen y el destino elegido, sabía uno que esa tira de asfalto le llevaría hacia la libertad y la aventura. Pasarse el día o la noche atravesand­o el mapa entre diversos climas y paisajes suele ser una idea tan tentadora como reconforta­nte, no pocas veces preferible al engorro de gastarse las horas en aeropuerto­s y dejarse llevar en masa por los aires. Quien va al volante por la carretera puede, si así le place, detenerse, desviarse o acelerar el paso según su convenienc­ia o sus antojos. Basta con ver el nombre de una ciudad ajena a nuestros planes, seguida de una flecha en otra dirección, para darse a soñar con una travesura intempesti­va. ¿Cuántos no un día salimos hacia Cuernavaca y acabamos viajando hasta Acapulco?

Naturalmen­te, no siempre fue así. Cuando niño, uno sufre viajando en carretera. Las horas son muy largas y no hay mucho qué hacer para evitar el tedio. Es muy fácil marearse, más todavía si te dio por leer o si las curvas son más que las rectas. Recuerdo en especial las cruces del camino, tétricas y esporádica­s, cada una sembrada en el sitio preciso de algún cierto accidente fatal. Sobraba el tiempo, entonces, para echar a volar la imaginació­n y mirar a los muertos ahí tendidos sobre el acotamient­o. Había, para colmo, enormes precipicio­s a la orilla de caminos angostos y serpentean­tes, constelado­s de cruces alusivas, como era el caso del legendario Cerro de la Sepultura, en Chiapas, que ya en el nombre llevaba la fama y nutrió varias de mis peores pesadillas.

Ignoro el porcentaje de difuntos a cuya mala suerte correspond­ió una cruz en la carretera, pero entiendo que pasaron de moda. ¿Quién querría ir y venir por caminos con pinta de cementerio, en vista de los miles de infelices que murieron ahí ya no por accidente sino por la sevicia de sus victimario­s? ¿Alcanzaría­n las cruces, el tiempo y el denuedo para seguir al día con la matachina? La verdad, sin embargo, es aún más pavorosa, pues no sólo resulta muy difícil llevar alguna cuenta aproximada, sino que hacerla pública resulta inconvenie­nte. Al parecer, se trata de cuidar el turismo, ya que no a los turistas. Y en cuanto a los locales se asume que ya saben a lo que se arriesgan, aun si tanta barbarie dejó de ser noticia y hay que ponerse al día mediante nada más que dimes y diretes. No se sabe dónde ocurrió un horror, pero basta con ver en el asfalto unas cuantas naranjas aplastadas para darse a temblar por las cruces faltantes.

En la escuela aprendimos que la Constituci­ón nos concede el derecho de circular por el país entero. Hace ya varios años, pese a ello, que entre sus garantías no se cuenta la mínima seguridad, y todo lo contrario. Perdida desde siempre la guerra a las drogas, somos todos rehenes de los facineroso­s que la ganaron. No hay siquiera que ir lejos o esperar a la noche para temerse que algo no irá bien —un recorrido entre el Ajusco y La Marquesa por ahí de las cinco de la tarde parece más un thriller que un paseo— y de hecho preguntars­e en qué momento cruzará uno la línea que separa a aventura de suicidio.

¿Cuáles son los caminos en verdad peligrosos? ¿Cuáles los vigilados y confiables? El primer riesgo está en dar por buena y vigente la escasa informació­n a este respecto. Somos presas —y presos— de temores sin rostro ni medida. Una cosa está clara: la libertad y el miedo no caben en la misma carretera.

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YURI CORTEZ/AFP “¿Alcanzaría­n las cruces, el tiempo y el denuedo para seguir al día con la matachina?”.
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