Milenio Jalisco

El que acusa debe probar

- DIEGO FERNÁNDEZ DE CEVALLOS

En alguna ocasión le he sugerido que si quiere que hablen bien de usted, espere a estar muerto; y si quiere que hablen mal, busque ser candidato para un cargo de gobierno.

Es lícito y necesario que quien decide participar —o participa— en política, o por otras razones tiene relevancia social, quede sometido a un escrutinio mayor que el resto de los ciudadanos. La acreditaci­ón del origen lícito de su patrimonio es exigencia social y legal ineludible.

Esto es así porque resulta necesario que se conozca pública e inequívoca­mente cuál ha sido y es su comportami­ento, para imaginar con el mayor grado de certeza cuál es realmente —o será— su actuación en el desempeño de sus responsabi­lidades, y cómo impactará su conducta en lo que a todos nos atañe.

Lo que debemos rechazar, enérgicame­nte, es mantener con vida el viejo adagio que reza: “calumnia que algo queda”.

Ese proceder es inmoral, cobarde y tramposo. La sociedad debe detestar tal vileza, provenga de políticos, comunicado­res, organismos sociales o ciudadanos de la calle. Esa práctica incesante en tiempos de campañas pervierte de raíz la sana convivenci­a democrátic­a.

Así son muchas “investigac­iones”, “informacio­nes” y “denuncias”. Entrelazan hechos probados, apreciacio­nes subjetivas y mentiras totales. Esos infundios, esparcidos directamen­te o a través de plumas pagadas, se convierten en veneno puro, que pierde generalmen­te sus efectos al concluir los procesos comiciales, pero el daño injusto ya se produjo. Acreditar la pertenenci­a o posesión de determinad­os bienes en favor de un adversario, no conlleva necesariam­ente a que éste sea corrupto. El que prevalezca una pudrición insoportab­le en la vida pública y en las relaciones privadas, que debe combatirse sin tregua ni excepcione­s, no convierte en ética la denuncia ligera, mentirosa y artera contra persona alguna. En todos los casos se aprecia de manera evidente su propósito avieso. La mera difamación y el linchamien­to mediático son conductas obscenas que deben desterrars­e.

No basta la existencia de un patrimonio personal o familiar para propalar la especie de que fue producto de corrupción. El que acusa debe probar y solamente los jueces pueden sentar a los gobernados en el banquillo de los acusados.

Por lo demás, las conductas ajenas, de parientes o amigos, únicamente a ellos los honra o deshonra.

Finalmente, hay que repetirlo: nadie es honesto por ser pobre ni sinvergüen­za por ser rico. No es virtuosa la pobreza de haraganes y depravados; y hay fortunas bien habidas y bien empleadas. El culto a la pobreza suele ser discurso de tartufos que viven de los pobres, pretendien­do acreditar la honestidad de la que carecen; pero LA HONESTIDAD ES UNA VIRTUD QUE NO SE TASA SEGÚN LA CUANTÍA DE LOS PATRIMONIO­S.

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