En defensa de la política.
Y qué decir de ti, amiga mía, compañera de curso en la universidad y más tarde serpiente vigilada en las conversaciones, igual que una epidemia por las calles. En defensa de la política, Luis García Montero
El descrédito de la política siempre ha sido un negocio redituable para algunos. Como en todo ecosistema, hay quienes viven de la carroña y no precisamente para sanear el entorno, sino para envilecerlo aún más.
Es cierto que nuestra historia política reciente es un caldo de cultivo propicio para que los agoreros del desastre hagan crecer su estridencia antipolítica, pero no debe perderse de vista que muchos de ellos eran, hasta hace muy poco, personajes marginales en espera de una oportunidad para treparse a la rueda del poder, que vieron frustradas sus ambiciones y decidieron ir contra el sistema y la nomenclatura que lo controla. Y sólo así, alguien les hizo caso.
Sí, es cierto, la incapacidad y la corrupción han sido palpables en todos los niveles y órdenes de gobierno durante los últimos seis o siete sexenios. Es inenarrable la sucesión de casos de tráfico de influencias y robo al erario público que van desde los turbios negocios de los hijos políticos de Vicente Fox hasta el infame caso de la Casa Blanca que involucra al actual entorno familiar presidencial.
Sin olvidar a los ex-gobernadores priistas de Veracruz, Coahuila, Tamaulipas, Chihuahua y Quintana Roo, prófugos de la justicia, responsables de la malversación de multimillonarias cifras pertenecientes a la hacienda pública.
De décadas atrás data el lamentable origen de esta situación de hartazgo y desconfianza respecto de la forma en cómo se manejan los asuntos públicos durante los gobiernos del PRI y los de la alternancia. Han sido años de aprovechamiento de las responsabilidades públicas para obtener cuantiosos beneficios económicos personales y de grupo.
También es cierto que de esta desgracia nacional han emergido una nueva clase de outsiders políticos que catalizan la indignación ciudadana para condenar la política y tildar a quienes a ella se dedica como personas non-gratas. Del maniqueísmo e inmediatismo que impregna su discurso se sirven intereses que encuentran la política desarrollada en un ambiente democrático y transparente como algo letal.
Quienes condenan la política olvidan que su práctica democrática obliga a los intereses particulares a salir a la arena pública para manifestar sus intenciones y evidenciar sus acciones. Así, los intereses particulares, por fuertes y coercitivos que sean, se ven ligeramente expuestos y obligados a conciliarse con el interés general para moderar sus pretensiones.
En la escena electoral democrática, idealmente, todos tenemos el mismo peso para decidir sobre los temas que nos afectan. Con la emisión de un voto se apoyan decisiones acerca de: ¿en qué se invierten los recursos públicos? ¿Cuánto y cómo se cobran los impuestos? ¿Cuál es la política exterior de México? ¿Qué se hará con las pensiones? Y un largo, muy largo, etcétera.
Por lo que cabe preguntarse ¿A quiénes beneficia que la política sea percibida como algo desagradable, lejano e indeseable y sea sinónimo de turbiedad y felonía? ¿Para quienes es provechoso que la gente se aleje de la política? ¿Para qué intereses resulta poco atractiva la democracia y se sienten más cómodos y seguros operando desde la penumbra? ¿A quiénes les resulta insultante que el más humilde de los ciudadanos tenga el mismo peso (en términos formales) que el más acaudalado de los potentados?
Son unos cuántos los personajes beneficiados del descrédito de la política. Por un lado, aquellos que están detrás de los grandes intereses económicos, ideológicos y criminales, que ven en el control de la política la mejor forma de proteger sus privilegios; y por otra parte, esta suerte de ególatras resentidos con todos y con todo porque sienten que las ha sido arrebatado su derecho natural para arribar al poder y en venganza quieren ver arder Roma para regocijarse del desastre general y decir: “…se los dije, se los dije… yo sería mejor”.
Por supuesto, no podemos pasar por alto que vivimos en democracias acotadas. Que los factores reales de poder tienen, al final del día, un enorme peso en las decisiones. Que su capacidad para crear inestabilidad como reacción frente a cualquier cambio que no les resulta conveniente o para comprar voluntades y favores los pone muy por encima de la máxima de “un hombre, un voto”.
Pero justamente, de contrarrestar su influencia y desnudar sus acciones e intenciones, es de lo que trata la política en democracia. Arremeter contra las imposturas que se hacen pasar por decisiones democráticas implica hacer política. No puede dejarse que poderes ajenos al interés general condicionen nuestra opinión, y que eso nos lleve a dudar de nuestra capacidad para decidir sobre los temas que afectan nuestra vida y el destino de nuestro país. Mucho menos de cara a la elección de 2018 para elegir presidente de la república, renovar el Congreso de la Unión y elegir varios gobernadores en un ambiente tan enrarecido por el bajo crecimiento económico, el aumento de la pobreza, la descontrolada violencia e inseguridad y la galopante corrupción.
Son muchos, tal vez demasiados, los que han ayudado a hacer creíble algo tan perverso como radicalmente injusto: que ocuparse de las cosas de todos (de la res pública), hacer política, y participar en el gobierno de la democracia, no es algo que conlleve prestigio y honra, y que tampoco es algo propio de gente talentosa y comprometida, sino un negocio de pillos, sinvergüenzas y sátrapas que merecen todo nuestro desprecio y desconfianza.
Es hora de que salgamos a reivindicar que la política y el gobierno de la democracia son altos deberes ciudadanos y que nadie puede robarnos nuestro derecho de participar como queramos: a través de partidos, mediante sindicatos, en asociación con nuestros vecinos o a título personal. Debemos evitar que nos infundan dudas sobre quienes actúan legítimamente en representación de otros ciudadanos y hacer caso a quienes esparcen la especie de que todo en política es sucio, de que todos están comprados por alguien más o que todos están al acecho de la mejor oportunidad para lucrar y traicionar. Esta idea de la desconfianza a priori es patológica a nivel interpersonal y contraria a lo que se requiere para hacer frente a los poderes reales: cooperación y confianza. No debe perderse de vista que muchos de que hoy difunden la idea de que quienes hacen política están a la venta, ayer compraban voluntades o vendían la propia al mejor postor.