Milenio Jalisco

Los quebrados

- RAFAEL PÉREZ GAY rafael.perezgay@milenio.com o Twitter: @RPerezGay

Pertenece a mi maestra Delfina un afo- rismo duro como el acero: el que quiera estudiar que estudie, y el que no, no. Esta máxima era su última arma cuando se sentía perdida en la jaula de pájaros en que se había convertido el salón de clases del cuarto de primaria. No voy a hacer el elogio de la vieja educación pública en contraste con la que padecen los niños en estos días, pero sí diré, como si fuera Fernando Soler en una de sus tristes películas, que las cosas ya no son como eran antes.

José Mariano Fernández de Lara fue un liberal modesto comparado con luminarias como Ramírez, Zarco, Prieto, Payno, Altamirano. Don José Mariano apenas logró que un grupo de niños estudiáram­os la escuela primaria pública a la sombra de su nombre; que yo sepa, Fernández de Lara no alcanzó calle ni estatua ni un lugar en el libro de texto gratuito.

Delfina era dura como el coyol para los asuntos educativos y sus métodos de aprendizaj­e, infalibles. Delfina escribía durante algunos minutos una serie de quebrados en el pizarrón. Al terminar, miraba como una reina en sus dominios al horizonte y decía: Esparza, pase al frente y resuelva las operacione­s. Esparza caminaba al pizarrón como rumbo al patíbulo. Los quebrados, una pesadilla. El fracaso de Esparza recibiría un castigo ejemplar. Ponga las manos al frente. Delfina blandía una vara, no sé si de membrillo, y le daba tres varazos en cada palma de la mano. Esparza se volvió el genio de los quebrados; en cambio yo, que me hacía invisible, hasta la fecha no sé del común denominado­r. Si me piden que resuelva dos tercios menos tres cuartos, no saco a ese buey de la barranca.

No es que yo defienda la violencia en las aulas, pero creo que hemos exagerado en el cuidado psíquico de los niños. He oído a algunos padres de familia decir esto: Tito confrontó a su maestra porque se sintió hostilizad­o. Le exigió la tarea en un tono muy ofensivo. Esta semana trataremos el problema con su terapeuta. Mi maestra Delfina lo habría arreglado en una mañana con otra de sus terribles amenazas: si no estudian, aténgansen (con “n”) a las consecuenc­ias.

Muchos años después, una tarde mi hijo y dos amigos se reunieron a preparar un examen. Aquello era un escándalo, un desmadre. Sin darme cuenta, me acerqué y les dije: el que quiera estudiar que estudie, y el que no, no. A esto le llamo yo reforma educativa.

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